Atravesé solemne, ansioso y con prisa aquella ciudad de muertos en Buenos Aires. Buscaba la calle 33, esquina 6, distraído por la despampanante arquitectura de edificios y mausoleos con escenas de la vida de sus moradores que superan a las recreaciones en los museos de cera. Aunque apenas había gente, casi tropiezo con un joven vestido con mahones oscuros y camiseta blanca, que llevaba más prisa que yo. Cerca de su pecho, protegía con una mano un ramito de flores rojas, y en la otra, cargaba una grabadora pequeña. Absortos en nuestros pensamientos, nos rozamos, pero seguimos nuestros destinos entre aquellos caminos intersectados, sin decir palabra.
Llegué a la siguiente esquina del bloque de tumbas y corregí mi rumbo. Volví sobre lo andado y caminé dos bloque más. El día estaba brillante y caluroso. Divisé la estatua, y la pose me guió más que el parecido. Allí estaba Gardel. Carlos Gardel. En la calle 33, esquina calle 6. Y frente a su imagen, el joven con las flores y la grabadora. Según me acercaba distinguí el sonido de una conversación que no entendí. De pronto, calló. Supe que se había percatado de mi presencia. Quise hacerle creer que no me había dado cuenta de que le hablaba a la estatua y, cuando estuve a una distancia prudente, le di las buenas tardes. Me contestó con un movimiento de cabeza. Se retuvo un poco, fingiendo que leía las placas que homenajean el arte del tanguero y prometen su recuerdo eterno, y fue a sentarse bajo la sombra zigzagueante de las escaleras de un mausoleo cercano. Yo imité su actuación ante la tumba y me retiré pronto, también fingiendo una mínima curiosidad.
Caminé un bloque y me escondí tras una enorme pared de mármol, a vigilarlo. Cuando desaparecí de su vista, regresó, miró a todos lados y se subió al pedestal de la estatua, junto a Gardel. Con apuro, trató de colocarle el ramito de flores en un ojal de la chaqueta, pero como no le fue posible, lo colocó entre los dedos de la mano derecha. Le secreteó algo al oído; se bajó y lo observó por un momento. Al parecer, se sintió satisfecho y volvió a asegurarse de que no lo observaban. Apretó un botón de la grabadora y junto a la distorsionante estática surgió la voz inconfundible, desgarradora y esperanzada en “El día que me quieras”, a la que el joven acompañó, en susurros. Cuando terminó, se persignó. Volteó y salió casi corriendo.
Entonces, esperé y volví. Leí las placas donde Puerto Rico le rinde homenaje. Me estremecí al sentirme tan cerca de Gardel. Su voz, la letra de sus canciones, la nostalgia y la tristeza del tango retumbaron en mi mente. Sentí mis ojos húmedos. Me volví a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me veía. Me sequé una lágrima, me persigné con disimulo y deseé haber comprado un ramito de flores a la entrada de La Chacarita.