Todas las personas están atadas entre sí por el amor que Dios les tiene, en lo demás son libres, dice el papa Francisco en un momento de Pope Francis, A Man of his Word (2018), del realizador alemán Wim Wenders.
El documental aprovecha la inclinación del Pontífice a explicaciones humanistas para sugerir la modernidad y accesibilidad del primer papa proveniente del sur global y de América Latina, que tanta esperanza y popularidad ha generado.
Artista de la fotografía empeñado en lo contemporáneo, Wenders muestra el realismo de que es capaz la grandeza de la pantalla del cine. En contraste con la pequeñez limitante de las pantallas menores que ha traído el mercado electrónico, hace gala de la visualidad en que es diestro.
La imagen elocuente expande la habilidad de mirar y ver, y el ojo absorbe la complejidad de la imagen, la grandeza del mundo y de la humanidad, la magnitud del fenómeno del papa, la inmensidad actual de la miseria.
Ocasionalmente el papa habla mirando la cámara directamente, en tono amistoso y persuasivo, como un cura bonachón que nos aconseja. Es un papa que invita más a la conversación que a la conversión. Insiste en que escuchemos a los otros.
No es un llamado, pues, a reclutar almas, sino a que la gente aprenda a escuchar. Esto sugiere una grave reducción de expectativas, y no sólo en la Iglesia. La sociedad ha sido tan agredida que parece incapacitada del habla y la reflexión, en fin, de convivir y comunicarse.
El editaje de Wenders propicia una estética narrativa en que el espectador produce su propio “entendimiento” de la película, y también de la era presente que se vive. Así es también en Paris, Texas (1984); Wings of Desire (1987); su trilogía de Road Movies de los años 70; y los documentales Buena Vista Social Club (1999, sobre la música y cultura cubanas), Pina (2011, sobre la coreografía y danza moderna de Pina Bausch) y The Salt of the Earth (2014, sobre la obra fotográfica globalista del brasileño Sebastián Salgado).
¿Qué intenta decirnos Pope Francis? Quizá que Francisco es un papa que toma partido con las clases populares, el primero en la historia en hacerlo. De ahí su crítica consistente a la pobreza inédita del presente, la desigualdad, la guerra, la destrucción ecológica y el despilfarro, y su advertencia severa de que no se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas.
El mundo debe estar bien degradado para que la Iglesia Católica gire hacia la izquierda. Pero hay que mirar con detenimiento el catolicismo, qué significa.
No es meramente un discurso, sino sobre todo una organización mundial material, concreta y política. La Iglesia Católica ha desplegado durante siglos la flexibilidad para ajustarse a los múltiples países del planeta y asentarse en ellos, en una mezcla de sentimiento, ideología y colonialismo.
Por tanto aprecia y acoge la multiculturalidad y las culturas populares. Su formalismo teatral y su ritualismo espectacular se instalan inclusivos en culturas diferentes, a las que supone parte de un todo a la vez diverso y unitario, que la misma Iglesia representa. En este sentido es metáfora de la humanidad. No hay corriente protestante ni religiosa que se le compare en esto.
Sigmund Freud señaló que habiendo la sociedad —la humanidad— desarrollado la cultura a un cierto punto mediante crecientes sublimaciones del sentimiento de culpa, apareció una religión, la cristiana, proponente de que el amor es lo más importante y definitorio del ser humano. Dios lo significaría.
La culpa humana se lleva a un extremo con la crucifixión del hijo de Dios hecho hombre, aunque venía aumentando desde al inicio de la tradición abrámica. Convertida en “amor” y solidaridad social, la culpa genera sucesivas instituciones —o progreso histórico— junto a cada vez más represión y violencia.
Desde luego, la existencia continuada de la Iglesia delata que su meta de salvar la humanidad no se ha cumplido, no puede cumplirse, al menos de esa manera simple de prédica y ritual. No importa. Crean o no, los sufridos se ven reflejados en la Iglesia, pues que ésta persista indica que ellos siguen sufriendo.
¿Cómo contener las lágrimas entonces, ante la escena que se acompaña con una guitarra imponente y la voz poderosa de Mercedes Sosa, que ya es un significante de continente y de época pasada y futura, cantando “Solo le pido a Dios”? Wenders quiere emocionarnos al ver al papa sonriendo desde ese tren dinámico que pasa entre comunidades pobres de África, o quizá Brasil, con esa música de fondo.
En efecto nadie se salva de la sencillez conmovedora de este papa, ni siquiera los congresistas estadounidenses en su hemiciclo, que lo escuchan compungidos.
Francisco aparece con los niños de un modesto hospital en África, con las víctimas del ciclón en Filipinas, con los pobres de Suramérica, con inmigrantes africanos sobrevivientes de la travesía en el Mediterráneo, con presos norteamericanos cuyos pies lava y besa, con Evo Morales, con Pepe Mujica, con Obama, con directivos de otras denominaciones.
Wenders intercala, con cierta ironía, escenas de una película muda sobre San Francisco de Asís mientras una voz narra la similitud entre ambos franciscos.
El santo medieval se asocia al ambientalismo, pues fue amigo de los animales y admirador de la naturaleza o “creación”. También fue amigo de los pobres y de la pobreza, al punto de que la consideró virtuosa y deseable, la practicó y generó una orden inspirada en la renunciación a toda comodidad material.
He aquí una tensión, pues si bien el franciscanismo era una crítica indirecta a la riqueza y el poder que amasaban la alta jerarquía eclesiástica y las clases dominantes, a la vez sugiere que entonces deberíamos conformarnos con la pobreza, acostumbrarnos felizmente a ella e incluso venerarla, algo que conviene a las clases explotadoras.
A uno se le ocurre fugazmente la idea de que la iniciativa para producir Pope Francis hubiese sido del mismo Vaticano, pues parece tener un elemento publicitario. Quizá el documental busca despejar esta sospecha en los créditos al final, donde menciona que la idea de la película vino de una persona particular.
Importa poco: el filme es potente y efectivo. Incluye las célebres expresiones del papa cuando se preguntó retóricamente ante los periodistas, a preguntas suyas, quién es él para juzgar los gay, y seguidamente reiteró el amor de Dios a todos; y cuando advirtió que no habrá ninguna tolerancia hacia los sacerdotes que han maltratado sexualmente niños y jóvenes.
Hay desde luego ambigüedades. Insiste en los derechos de la mujer y en las grandes capacidades de la mujer para ser fuerza dirigente de la sociedad y para actuar en la vida política, social y familiar, y por otro lado critica por igual el machismo y el feminismo, como si fueran comparables o similares.
Según dice, ambos impiden la plena integración de la mujer al conjunto social, y lo que se necesita es la unión y colaboración de todos. La injusta simetría que Francisco hace entre machismo y feminismo puede interpretarse como un resabio del conservadurismo católico; como referencia al feminismo egoísta, burgués y antihombre; o como una evasión del tema del aborto.
Por otro lado, el arrojo del papa sobre tantos asuntos, y su denuncia de la guerra y la acumulación privada de riqueza a costa de la sociedad y de los trabajadores, contrastan con su relativo silencio, en el filme y fuera de él, sobre el atropello violento más ostensible del mundo de los últimos setenta años, la ocupación israelí de las tierras palestinas con apoyo norteamericano, las consiguientes represiones y tormentos contra el pueblo palestino y la guerra continua que este conflicto ha provocado en Medio Oriente y a través del mundo.
Simulando que se remiten al cielo, los papas hacen afirmaciones generales; evitan poner el dedo sobre la llaga, acusar con nombre y apellido y con conceptos inequívocos. Esta diplomacia desde luego no es exclusiva de la Iglesia, corresponde a las relaciones entre estados que dominan el mundo moderno. El Vaticano es también un estado, aunque desde hace tiempo lo es sobre todo simbólicamente.
En todo caso, la añoranza de justicia social de Francisco entra en tensión con la pleitesía que rinde a la institución del estado. Los papas han precedido en esto hace mucho al socialismo, que también viene ajustándose a las reglas del estado, juega por esas reglas y últimamente existe a partir de ellas.
Wenders insinúa subtextos importantes, y el espectador debe inferirlos. Y he aquí que para la modernidad progresista del papa Francisco, tal vez es decisiva su condición de latinoamericano.
Que los llamados a la equidad y la paz salgan de un papa argentino tiene demasiadas connotaciones históricas como para reducirlos a un papa más o a un sacerdote amigo de los pobres más.
Con este papa la mente recuerda al drama americano: un hemisferio creación nueva del mundo moderno, sede de la opresión racial global y espacio pujante de lo popular, que experimenta y enfrenta al capitalismo en su expresión más feroz.
Si desde fines de la década de 1940 Estados Unidos somete al mundo a su dólar, su deuda, su carrera armamentista y sus repetidas guerras enloquecedoras, desde mucho antes mantiene su bota sobre el rostro de América Latina, un continente donde las mayorías, si se les da la oportunidad, tienden al voto de izquierda.
Francisco subraya la globalidad de la injusticia contra los pobres. A falta de un internacionalismo proletario revolucionario y efectivo, este otro por ahora cumple un cometido, si bien limitado.
No se trata solamente de solidaridad y de hacer propias otras experiencias y lenguas, sino de un humanismo católico que admira lo humano como totalidad. Francisco dice lo humano diciendo que lo común de todas las personas es que son amadas por Dios.
Pero desde que escritores de las ciencias sociales propusieron que la política y el gobierno fueran una religión civil —relativizando la religión—, debe admitirse que a todos los seres humanos los unen necesidades comunes: nutrición, agua, techo, salud, educación, diversión, belleza, libertad para la felicidad, amar y ser amado. Para satisfacerlas deben cooperar y trabajar entre sí.
Tener seguras estas cosas comunes sería un primer paso crucial. En Del contrato social (1762), Jean-Jacques Rousseau propuso que el pacto social sea en “los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo”.
Si la voluntad general o el bien común se impusiera en la realidad la idea de Dios sería innecesaria, en tanto simboliza la añoranza del bien común. Y si la idea de Dios simboliza el bien común, la de Satanás bien podría simbolizar el imperialismo, como a veces se ha dicho.
Pero el estilo del papa Francisco no es estridente, radical ni adversativo. Su mirada tranquila y su don de gente parecen narrarnos un cuento sencillo. La Iglesia se había casado con el poder de los ricos y déspotas desde que se hizo religión oficial del estado romano, y estuvo casada con él durante largos siglos.
Después fue separada formalmente del gobierno. Forzada a escoger entre señores, produjo una oposición entre la teología oficial conformada al capitalismo, y teologías de la liberación.
Habiendo el capital acumulado un poder tan grande y destructivo sobre la humanidad, la jerarquía eligió un papa humanista, ambientalista y progresista, como si se dijera que las nuevas circunstancias obligan a la Iglesia a regresar a su supuesto origen humilde y pobre, al menos en la actitud de su representante máximo.
Al final de la película Francisco enaltece la risa y el sentido del humor, para lo cual cita al pensador social Tomás Moro (decapitado en Londres en 1535 y canonizado en el siglo XX). Así Wenders cierra su documental, en una libre asociación de ideas: crítica de la desigualdad, amor y respeto a la naturaleza, clases populares, papa argentino, risa.
El autor es profesor de Ciencias Sociales en la Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras.