El miércoles 4 de abril, a las 9 de la mañana, un hombre de 77 años gritaba en medio de una abarrotada plaza Sintagma, el centro emocional de las protestas griegas contra la dictadura impuesta por las instituciones monetarias internacionales. El anciano gritaba hacia el edificio del parlamento, y su voz se convertía en una furiosa denuncia del hecho de que tendrán que ser sus hijos y sus nietos los que paguen su deuda. Acto seguido se apoyó contra un árbol, sacó una pistola del bolsillo y se pegó un disparo en la cabeza.
El suicidio de este desesperado pensionista griego tiene una fuerte carga simbólica. Evoca el espíritu del patriota checo Jan Pallach que, con 21 años, se prendió fuego como protesta contra la ocupación soviética de Checoslovaquia el 16 de enero de 1969. También recuerda a la inmolación de Mouhammed al Bouazizi, el vendedor tunecino que desató la Primavera Árabe.
“Somos las primeras víctimas de la guerra mundial financiera. Hemos sido ocupados por los mercados europeos y las instituciones financieras internacionales, que buscan desmantelar lo que queda del Estado del bienestar y convertirnos a todos en esclavos. Lo que vemos hoy es sólo el principio de una gran agitación. No sólo nos están quitando la vida, también nos están robando la dignidad. La única pregunta es quién será el siguiente”. Esto me dijo un empresario de 60 años llamado Yannis Michalopoulos. Hablaba con él en su tienda de muebles situada bajo la Acrópolis, una hora después del trágico suicidio en la plaza Sintagma.
Michalopoulos continuó con un largo monólogo sobre la desaparición de la civilización, la falta de esperanza para las generaciones más jóvenes, el sufrimiento de los inmigrantes tanto legales como ilegales, y lo obvio del hecho de que todo esto había sido cuidadosamente planeado. La crisis, opinaba, dura ya demasiado cómo para seguir llamándose crisis. Las grandes empresas aplican constantemente y con mucho éxito la doctrina del shock, sólo que ya no necesitan limitarse a exportarla a lugares como Irak, Afganistán o Chile.
Bienvenidos al Tercer Mundo
Efectivamente, Grecia está siendo transformado en un clásico país tercermundista. En marzo, el desempleo entre los jóvenes llegó al 50 por ciento. El Estado del bienestar se desvanece a un ritmo sorprendente. En los últimos meses, las instituciones europeas han obligado a los políticos griegos a recortar las pensiones 200 euros de media. El salario mínimo mensual bajó de 800 a 568 euros. Unos 15,000 empleados públicos perderán su empleo sólo durante este año. Se está reduciendo el Estado a todos los niveles posibles, y la salud y la educación se están llevando la peor parte.
Sin embargo, el sector privado está aún peor. Ya nadie hace caso a las quejas de los sindicatos, antes poderosos. Los dueños y los gerentes han acogido la crisis como una coartada hecha a medida para recortar todo tipo de gastos. Las calles de Atenas están llenas de mendigos y de los nuevos sin hogar. Hace un año, muchos de ellos vivían confortablemente. Ahora, de un día para otro, se han visto despojados de todo lo que tenían. Grecia se está convirtiendo en un protectorado alemán y en experimento de la “nueva economía”, una doctrina de pesadilla que toma lo peor del neoliberalismo americano y del capital-comunismo chino.
Un tercio de los jóvenes sin empleo son titulados universitarios. En Grecia sólo aquellos que tienen cobertura médica pueden acceder a la asistencia social y ya que la mayoría de jóvenes sólo han tenido empleos temporales sin prestaciones, los cheques de asistencia no son más que un sueño. No es de extrañar que muchos estén dejando el país en masa, de forma muy similar a lo que ocurrió durante los años sesenta y setenta bajo la dictadura militar. No hace falta ser un genio para ver el futuro que aguarda a la cuna de la democracia: el 85% de los jóvenes que estudian fuera no planean volver a su país de origen. En Grecia, la fuga de cerebros es una realidad cotidiana, y sólo va a ir a peor.
Incluso las oficinas de empleo están cerrando una a una. Esto no se debe tanto a que, como las instituciones gubernamentales, se hayan quedado sin dinero. Es porque simplemente no tienen nada que ofrecer a los que buscan trabajo, ni siquiera buenos consejos.
Lo mismo pasa con las organizaciones humanitarias. George Protopapas, director de la ONG Aldeas Infantiles SOS, que da asistencia a niños abandonados, asegura que ahora mismo son las organizaciones humanitarias las que proporcionan la mitad de los servicios sociales de los que debería encargarse el Estado.
Sin embargo, incluso la mayoría de estas están a punto de cerrar. Ellas también se enfrentan a la suspensión de pagos. En este momento, casi la mitad de todas las compañías privadas griegas están en la misma situación, por lo que no sorprende que los ingresos fiscales disminuyan de forma dramática y que innumerables trabajadores estén siendo despedidos.
Todo esto supone una mezcla explosiva que estallará antes o después. Por otro lado, Grecia sigue siendo uno de los mayores importadores de armas de Europa. Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), Grecia ha sido el país que más armas ha importado entre 2007 y 2011. También ha sido el mejor cliente de la industria militar alemana. El año pasado, a pesar de la crisis, el gobierno griego compró el 13% de todas las exportaciones de armas de Alemania, y el 10% de las de Francia.
Comprensiblemente, las calles de Atenas están siendo testigo de la intensificación de la violencia policial. Los refugiados y los inmigrantes se llevan la peor parte.
En una Grecia cada vez más xenófoba, su situación es manifiestamente peor que en ningún otro lugar de la Unión Europea. La mayoría está aquí peor que en sus lugares de origen, donde al menos no son objetivo de bandas organizadas de extremistas. Casi todas operan dentro del movimiento del Amanecer Dorado, que ha accedido al Parlamento en las elecciones generales. Los miembros de este movimiento utilizan el saludo nazi, y la esvástica se discierne fácilmente en su emblema.
Recientemente las autoridades griegas (siguiendo órdenes directas de Bruselas y con dinero de la UE) comenzaron a construir treinta nuevos “centros de detención”, que en realidad son prisiones. Su fin es alojar y enviar de vuelta lo antes posible a todos los inmigrantes ilegales, la mayoría de los cuales actualmente no tienen trabajo ni futuro y viven en las calles cada vez más peligrosas de las principales ciudades.
La rapidez del declive del país es más visible en el centro de la capital griega. Atenas recuerda cada día más a El Cairo o a la visión apocalíptica de Paul Auster en El país de las últimas cosas.
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