-Vietnamita- Con ese apodo me bautizó una muchacha cuyo nombre no recuerdo y quizá tampoco lo haga nunca. Lo hizo sin trámites previos, porque al parecer a los estudiantes de la Facultad de Humanidades así nos llaman. Se sentó a mi lado, en silencio, a compartir un plato de comida. El arroz, un poco crudo para mi gusto, apaleó en buena medida mi hambre siempre voraz. Así te reciben, o al menos me recibieron a mí, varios estudiantes dentro del recinto, cuando entré hace ya un par de días, por un hueco libre de policías. Era de madrugada. Fui presentado ante todos, porque se tienen que memorizar tu cara, algún rasgo, algo, un gesto, para no estar ante extraños infiltrados. A cambio, otra me pidió un cigarrillo por ser nuevo. Cigarrillo que todavía debo. A esa hora de la madrugada las cosas no están para andar muy animado y en efecto el sueño ocupaba los ojos de todos, sentados o acostados, esperando quién sabe qué, en un lugar donde hace un mes había abiertos pequeños puestos de comida en la Facultad de Ciencias Sociales. A pesar de la restricción alimenticia de días pasados, una buena cantidad de alimentos sobresalía ante el resto del paisaje que estaba compuesto por frazadas, mesones anaranjados, colchones, y artículos de cotidiana necesidad. Entré con dos amigos, a los que llamaré por gusto Julia y Julio. Antes, me habían prometido y, una vez estando adentro, ver una película que no pudimos ver, porque el lugar en donde las proyectan estaba cerrado o no sé qué. Y qué bueno, porque cuando se está ante una realidad como ésta, que es casi un microcosmos que corre paralelo a las rutinas habituales, es una pena tirar por la borda dos horas en una película. Me llevaron a un cuarto lleno de maderas y cosas en desuso. Para sorpresa había una ducha. Adiós mugre. Una vez limpios, fuimos a buscar un sitio en donde dormir. Entramos a varios salones y, como en cuarentena, grupos de gentes dormían, roncaban, o se hacían los que dormían. No había espacio. Buscamos por un largo rato hasta que kaput; hallamos un lugar. Un vagón, en donde años atrás había tomado clases durante todo un año. Ahora, en vez de pupitres, había colchonetas inflables. Era raro estar allí, en un sitio tan distinto y conocido a la vez. Alguien cuya cara no pude ver-no había luz-, me ofreció una manta acompañado de un buenas noches al que, a su vez, respondí. En la duermevela uno piensa, y mucho. Supongo que todos allí adentro también utilizan este tiempo para pensarse, sobre todo para preguntar. Preguntas que surgen sin que necesariamente se obtenga respuesta alguna. ¿Por qué estar ahí, cuando se puede estar en un mejor sitio? Alguien a unos cuantos metros míos contestó un teléfono celular, que luego apagó no sin antes decir a la persona con que hablaba. -Sí, estoy bien. Yo también a ti. Bendición-. Una noche ciertamente no alcanza para saber lo que estos estudiantes han tejido en los días que llevan adentro. Una cosa es ineludible: se tratan, te tratan como si te conocieran de toda la vida y hacen el esfuerzo aún por conocerte. A fin de cuentas estás ahí por algo, aunque ese algo no tenga todavía respuesta. Afuera de la Universidad la Solidaridad puede tener el tamaño de inacabables protestas, videos, pancartas, multitudes, noticiarios, helicópteros; acá es otra cosa. Temprano en la mañana no tenía con qué lavarme los dientes. Mi descontento parece que fue advertido por alguien que, sin que yo dijera una sola palabra, comprendió. Aquí la solidaridad se practica en letra minúscula y puede tener el tamaño y la magnitud de un poco, una gotita blanca y redonda, de pasta dental.