Pensar el cuerpo político de Puerto Rico, atravesado por subordinaciones que se extienden por cinco siglos y dos imperios, revela que este cuerpo se asemeja a un tapiz cuyos hilos dan cuenta de largos procesos que van desde la destitución hasta la participación ganada a fuerza de pura tenacidad. El resultado no siempre será congruente, pero al menos afirma voluntades de construir ciudadanías e identidades, acaso frágiles pero concretas.
El bipartidismo que domina los ciclos electorales presentes tiene antecedentes históricos que se extienden al menos dos siglos, cuando se ensayaron las primeras voluntades políticas reformadoras en América bajo la bandera española. Depuesta la monarquía por la invasión napoleónica a España en 1808, la resistencia al invasor se organizó en la península ibérica al amparo de las ideas liberales. Bajo esta consigna fue elegido en Puerto Rico el teniente de navío Ramón Power y Giralt como representante de la isla a las Cortes de Cádiz. Esta elección fue un punto de partida para demarcar la ruta política que se inició en la búsqueda de nuevas libertades a ambos lados del Atlántico. Ruta que se caracterizó en Puerto Rico, a lo largo de aquel siglo, entre el reformismo y la represión a medida que sectores locales aspiraban a nuevos modos de ciudadanía inspirados en el ideario liberal. Unas veces en sociedades secretas y otras en colectividades emergentes, los puertorriqueños dieron rienda suelta a su imaginación política, aunque algunos poderosos los resistieran, de todos los modos posibles. No empece a las resistencias, se consiguieron reformas simbólicas, como la creación de la Diputación Provincial, producto de la Constitución de 1812. El panorama político, empero, permanecía en evolución. Las reformas se aplicaban intermitentemente conforme variaban las circunstancias. Como señalara Bolívar Pagán en su historia de los partidos políticos puertorriqueños, las tres primeras tendencias ideológicas que se manifestaron de diversos modos fueron el liberalismo, el conservadurismo y el separatismo, siendo las primeras dos las de mayor difusión, mientras el separatismo quedaba oficialmente proscrito. No eran todavía partidos, en el sentido tradicional del término. Los liberales y los conservadores asumían posturas divergentes respecto a la relación de España con la Isla. Los liberales favorecían la participación en el gobierno local y peninsular, mientras los conservadores preferían la preservación de la autoridad española sin cambio. Los separatistas, inspirados también por un ideario liberal y progresista, conspiraban desde la clandestinidad para declarar la independencia. Su cenit ocurrió en 1868 con el Grito de Lares, aunque fue reprimido con dureza y sin demora por las autoridades leales a la Corona. El auge de la prensa a partir de 1806 facilitó la difusión de ideas, aunque el gobierno español en la Isla ejerció la censura como modo de control. No obstante, la circulación de ideas de avanzada se realizó con relativo éxito. Los liberales publicaban El Progreso y La Razón, mientras los conservadores hacían lo propio con el Boletín Mercantil y la Gaceta de Puerto Rico. El voto, las contadas veces que se ejercía, estaba reservado para los varones mayores de 25 años que supieran leer y escribir, lo que excluía a las mujeres y a amplios sectores de la población, que era 85 por ciento analfabeta.
El liberalismo, defendido por un grupo de profesionales criollos educados en el extranjero, fue perseguido por las autoridades debido a sus denuncias contra la falta de representación en el gobierno local, el autoritarismo y la esclavitud negra. El conservadurismo, representado por peninsulares y comerciantes, se resistió junto al gobierno colonial a cualquier cambio. Los conservadores se agruparon en el Partido Incondicional Español. Los liberales, por su parte, estaban divididos en dos facciones: una asimilista y otra autonomista, que fue duramente perseguida y encarcelada por las autoridades coloniales españolas. No obstante, fundaron el Partido Autonomista en 1887 para adelantar su ideario de reformas. En los años subsiguientes, concertaron alianzas en Madrid que produjeron la mayor y única reforma de su tiempo: la Carta Autonómica de 1897, que duró apenas un año al desplegarse la invasión estadounidense en julio de 1898. Aunque no se enfrentaron nunca en contiendas electorales propiamente, estas colectividades constituyeron una tradición que se extendió al nuevo siglo.
El nuevo ordenamiento jurídico bajo la bandera estadounidense cedió el paso a nuevas posibilidades de acción. Superados los primeros años de ajuste, emergió el Partido Unión en 1904, como nueva colectividad para el sector autonomista -con sus mismas facciones- que procuraba ahora reformas, pero con el gobierno estadounidense. Los conservadores integraron el Partido Republicano Puertorriqueño. Los separatistas albergaron la esperanza inicial de que la invasión encaminara al país por la senda eventual de la soberanía pero no tardaron en comprender su error. Una facción disidente del Partido Unión creó en 1924 el Partido Nacionalista para procurar la independencia. El sector obrero, con nuevos derechos adquiridos, militó bajo el Partido Socialista y se constituyó en una fuerza política nada despreciable. Así comenzó un nuevo desafío de fuerzas matizadas por variados objetivos y factores. Este periodo de consolidación de un proceso electoral formal -y la eventual aprobación del sufragio femenino en 1929- iniciaron una nueva dinámica partidista, fundamentada en la hipotética obtención de una solución definitiva a la condición colonial. Los partidos se organizaron, en sentido general, en torno a fórmulas de estatus particular, basadas en una resolución futura, buscando una salida al tranque. El libre ejercicio proselitista tuvo un efecto positivo neto. La militancia en estas colectividades fue creciendo y el ejercicio de votar, aunque fuera sólo para alcaldías y legisladores, fue ampliándose, a pesar de las fragilidades del proceso. Se ponía en práctica una nueva forma de ciudadanía, orientada al electoralismo que vio su cenit a mediados del siglo 20. No era, empero, un mundo ideal, porque la corrupción y la colusión entre intereses poderosos (recordemos la Alianza y la Coalición en los años veinte, a modo de ejemplo) ejercieron una fuerte influencia en determinados periodos. Acaso las más grandes denuncias de la condición colonial fueron hechas desde el Partido Nacionalista, siendo Pedro Albizu Campos quien reclamó poner fin a la colonia por cualquier medio. El estado colonial estadounidense reservó para ellos lo peor de su inventario represivo, sin conseguir acallarle del todo. Se advierte en los partidos una proclividad a ofrecer soluciones prospectivas y especulativas para responder a la subordinación, todas en tiempo futuro, dando paso a lo que el filósofo Carlos Gil Ayala denominó un “robo del presente” en el discurso político puertorriqueño.
La década del cuarenta se caracterizó por la emergencia de un partido de claro eco populista. En Luis Muñoz Marín, el Partido Popular Democrático (PPD) tenía al líder de verbo y acción, con talento para negociar con las autoridades estadounidenses. Y la puesta en escena de su proyecto político produjo un movimiento amplio y complejo que se tornó con el tiempo en hegemónico. Reducida la oposición anexionista a un distante segundo lugar, y el independentismo minado a fuerza de represión, el PPD se instaló en el poder por tres décadas y desde allí fomentó una cultura cívica que prestigiaba ciertos valores culturales, pero que se fue degradando con los años en una de tipo clientelista. Destituido el PPD en las urnas con el triunfo de Luis A. Ferré en 1968, comenzó un periodo que se caracterizó por la alternancia en el poder con el anexionismo, en la figura del Partido Nuevo Progresista, proceso que se extiende hasta el presente. Ausentes figuras que apelaran al arquetipo del líder mesiánico (con la excepción de Pedro Rosselló en 1992) los electores acudirán cada cuatro años, no a votar por un candidato, sino a votar en contra de alguno. Tales son los hilos de que se compone este complejo tapiz. Cada uno de ellos revela en lo singular su naturaleza y en lo plural sus limitaciones. Fuerte y frágil, a partes iguales. _____