Hasta ahora, la mayoría de los textos de historia de Puerto Rico ha soslayado la experiencia más que centenaria de los puertorriqueños residentes en Estados Unidos. Para citar sólo algunos ejemplos recientes, las historias generales de Fernando Picó, Francisco Scarano, Blanca Silvestrini y María Dolores Luque de Sánchez apenas aluden al éxodo masivo de boricuas a lo largo del siglo XX, particularmente después de la Segunda Guerra Mundial. En general, los emigrados aparecen como personajes marginales de la gran narrativa nacional, centrada en la Isla. Sospecho que esta ausencia temática se debe primordialmente a una concepción historiográfica basada en criterios geográficos y lingüísticos. A su vez, el descuido de la diáspora en los relatos dominantes sobre la población puertorriqueña contemporánea responde a un discurso nacionalista que tradicionalmente despreciaba a los migrantes como seres desarraigados y contaminados que “traicionaban la patria” al establecerse en la metrópoli. Por décadas, este discurso nutrió los trabajos de numerosos intelectuales puertorriqueños, tanto en las humanidades como en las ciencias sociales, incluyendo a René Marqués, Salvador Tió, Eduardo Seda Bonilla, Eugenio Fernández Méndez y Manuel Maldonado Denis. En Puerto Rico in the American Century: A History since 1898 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2007), César A. Ayala y Rafael Bernabe reivindican a la diáspora boricua como parte integrante de los procesos históricos, sociales, políticos, económicos y culturales de la Isla. Desde la introducción, los autores plantean su tesis al respecto: “La dimensión diaspórica de la experiencia puertorriqueña desde 1898 obliga a cualquiera que intente un recuento de ésta a embarcarse en un viaje mucho más allá de los confines de una geografía estrictamente insular” (pág. 2; todas las traducciones del inglés son mías). Para superar tal insularismo, Ayala y Bernabe se mueven constantemente entre el archipiélago antillano y el continente norteamericano, insistiendo en los lazos materiales y simbólicos entre los puertorriqueños de ambos territorios. Su enfoque teórico depende considerablemente del esquema del economista trotskista Ernest Mandel sobre el desarrollo del capitalismo mundial desde fines del siglo XIX. Sin entrar en los méritos de este esquema, me limito a apuntar que les permite a los autores correlacionar los cambios económicos internacionales y locales con los flujos migratorios desde Puerto Rico hacia Estados Unidos. En particular, Ayala y Bernabe entrelazan su interpretación de los principales debates literarios y culturales en la Isla y en la diáspora, sobre todo a partir de la década de 1970, una fase “depresiva” del capitalismo mundial. La primera mención sustantiva de la emigración (pág. 23) son los “Peregrinos de la Libertad” —los intelectuales separatistas de fines del siglo XIX, como Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos, que pasaron gran parte de sus vidas fuera de la Isla. Ayala y Bernabe no se detienen en este momento fundacional de la identidad nacional, sino que concentran su atención en una generación posterior de tabaqueros asentados en Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos. Entre éstos se destacan Luisa Capetillo, por sus ideas anarquistas y feministas, y Bernardo Vega y Jesús Colón, por sus ideas socialistas (pág. 44). Más tarde, se dedican varias páginas elogiosas al “nacionalismo negro” de una figura “transnacional” como Arturo Alfonso Schomburg (págs. 86-88). Para los autores, “el nacimiento de El Barrio y el Nueva York puertorriqueño” (pág. 66) se asocia estrechamente con la migración de obreros diestros a principios del siglo XX. Las primeras organizaciones comunitarias de los puertorriqueños en Nueva York estuvieron marcadas por ideas socialistas, que Ayala y Bernabe reclaman como suyas a través del texto. El análisis de la diáspora en el trasfondo histórico de la Isla les sirve a los autores para desarrollar su argumento central de que hace falta “una transformación radical de la estructuras políticas, sociales y económicas existentes como parte de un proyecto anticapitalista global” (pág. 332). Esta perspectiva los lleva a destacar las múltiples luchas comunitarias de los puertorriqueños en Estados Unidos, especialmente en Nueva York y concretamente en el Harlem hispano, donde muchos líderes boricuas apoyaron al congresista izquierdista Vito Marcantanio durante la década de 1930. Asimismo, Ayala y Bernabe reconocen la creciente pertinencia de la diáspora para la política y la cultura puertorriqueña desde una óptica nacionalista, como demuestran los casos emblemáticos de Julia de Burgos, Juan Antonio Corretjer, Clemente Soto Vélez, Graciany Miranda Archilla y otros poetas de la “Generación de 1930” que se radicaron en Nueva York. Igualmente, la música popular puertorriqueña se desarrolló notablemente en esos años en el exterior, con la llegada de compositores y cantantes como Rafael Hernández, Pedro Flores, Manuel “Canario” Jiménez, Pedro Ortiz “Davilita” Dávila, Francisco López Cruz y Mirtha Silva (págs. 131-133). Desde un punto de vista musicológico, la Isla y la diáspora han estado ligadas indisolublemente desde entonces. El mayor peso demográfico de la emigración después de la Segunda Guerra Mundial amerita más espacio en el estudio del Puerto Rico contemporáneo. Ayala y Bernabe insisten en los profundos cambios socioeconómicos sufridos en la Isla a raíz de Operación Manos a la Obra como antesala de la primera oleada masiva de emigrantes. Además, los autores subrayan los factores coyunturales que propiciaron la salida de más de medio millón de personas entre 1950 y 1965, entre ellos el abaratamiento de los costos de la transportación aérea y la creación de la División de Migración del Departamento del Trabajo del Gobierno de Puerto Rico (págs. 194-197). El acelerado desplazamiento de trabajadores agrícolas, particularmente desde el interior montañoso, hacia las ciudades costeras y hacia Nueva York es un tema literario recurrente en la posguerra, como ilustran La carreta de René Marqués, Paisa de José Luis González y Ardiente suelo, fría estación de Pedro Juan Soto. Ayala y Bernabe les dedican varios párrafos a estas obras clásicas para demostrar la importancia cada vez mayor de la diáspora como eje de reflexión intelectual en la Isla (págs. 213-214). Desde la década de 1950, es impensable la literatura puertorriqueña sin referirse a la experiencia migratoria, que en gran medida subvierte los cánones tradicionales de la identidad nacional, sobre todo en cuanto al idioma. Durante la década de 1960, el surgimiento de una literatura “nuyorican”, escrita mayormente en inglés, coincidió con el auge de nuevos movimientos sociales tanto en la Isla como en Estados Unidos, entre los cuales sobresalen las luchas independentistas, estudiantiles, pacifistas, ambientales y feministas. Más allá del éxito o fracaso de las organizaciones radicales, su legado cultural más duradero fue una nueva generación de poetas, dramaturgos, novelistas, artistas y músicos nucleados alrededor del Nuyorican Poet’s Café, fundado en el Lower East Side de Manhattan en 1973 por Miguel Algarín y Miguel Piñero (págs. 262-265). Esta “explosión nuyorican”, que los autores identifican con la publicación de Down These Mean Streets de Piri Thomas en 1967, da paso a un profundo cuestionamiento del canon literario centrado en la Isla. Escritores como Algarín, Piñero, Pedro Pietri, Víctor Hernández Cruz, Sandra María Esteves y Tato Laviera elaboraron toda una estética puertorriqueña —o, mejor aún, “neorriqueña”— en inglés y en esa variante lingüística tradicionalmente repudiada en la Isla, el “Spanglish”. Desde 1970, el Taller Boricua, fundado por un grupo de artistas plásticos dirigido por Jorge Soto, contribuyó a la ampliación de las fronteras convencionales del arte puertorriqueño para incluir a los residentes en Estados Unidos. Ayala y Bernabe abordan las prácticas literarias, musicales y artísticas de la diáspora como extensiones simbólicas de la Isla y evalúan su potencial como formas de resistencia ideológica al régimen colonial y al sistema capitalista mundial. En este contexto, plantean que “los puertorriqueños, que han entrado a Estados Unidos como un pueblo colonial y que sufren formas específicas de discriminación, han adoptado muchas de las mismas estrategias del activismo étnico del pasado, aun cuando la mayoría ha rechazado hasta ahora la identidad americana híbrida (hyphenated) que históricamente lo ha acompañado” (pág. 306). Aquí reside uno de los principales nudos de la argumentación de Ayala y Bernabe: cómo reconciliar el fuerte sentido cultural de identidad nacional de los puertorriqueños en Estados Unidos con su condición socioeconómica como “minoría étnica colonial” (y racializada, añadiría yo). En este punto, son extremadamente pertinentes los debates contemporáneos sobre el “neonacionalismo” y el “posmodernismo” reseñados en el capítulo 15 del libro. Hasta la fecha, tales debates han hecho poco hincapié en el fenómeno demográfico de que más de la mitad de la población de origen puertorriqueño ya reside fuera de la Isla. Es decir, ni el nacionalismo ni el posmodernismo le ha prestado suficiente atención al carácter diaspórico de gran parte de la población boricua. Por su parte, Ayala y Bernabe celebran la inclusión de “nuevas voces emergentes” (como los homosexuales o los dominicanos) que habían sido ignoradas por el discurso nacionalista en Puerto Rico (pág. 321). En su conclusión, abogan por “una noción abierta, porosa de la identidad y la cultura puertorriqueña, una puertorriqueñidad en la tradición de las ideas de [Rosendo] Matienzo Cintrón y Rubén del Rosario, para mencionar dos figuras discutidas anteriormente, capaces de abrazar críticamente las diversas experiencias y remezclas que surgen de las migraciones desde y hacia Puerto Rico” (pág. 341). Al fin y al cabo, Puerto Rico in the American Century propone una lectura no nacionalista ni posmodernista, sino esencialmente marxista, de la identidad nacional en Puerto Rico y en la diáspora (pág. 338). Seguramente, el libro no complacerá a ninguno de los dos bandos intelectuales en pugna en nuestro mundo intelectual criollo. No obstante, la obra de Ayala y Bernabe asume una posición coherente, bien documentada y desarrollada elocuentemente, que no rehúye la confrontación ideológica y la polémica. En cuanto al tema de la diáspora, su trabajo puede servir como punto de partida para integrar los estudios puertorriqueños en Estados Unidos y en la Isla, generalmente desconectados hasta ahora. Basta revisar el último programa de la Puerto Rican Studies Association (así mismo, en inglés, porque fue incorporada en Nueva York) para darse cuenta de que la mayoría de las investigaciones recientes todavía se enfoca en la Isla o en la diáspora, más que en los puentes metafóricos entre los dos territorios. En el fondo, la historia de la diáspora no puede abordarse cabalmente de forma aislada a la de la Isla, y viceversa. Aunque dudo que Ayala y Bernabe acepten tal descripción de su proyecto intelectual, creo que han logrado una historia verdaderamente transnacional, en el mejor sentido de la palabra. ______________________________ El autor es Catedrático de Antropología en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.