
Pavoroso. Macabro. Inefable. Trabajo da encontrar el adjetivo que mejor describe la experiencia que vivieron los residentes de las comunidades Amelia, en Guaynabo, y Puente Blanco y Cucharillas, en Cataño, quienes fueron sorprendidos por un cielo enrojecido en la madrugada del pasado viernes 23 de octubre, tras el estallido de 11 descomunales tanques de diversos combustibles, todos propiedad de la empresa Caribbean Petroleum Corporation (Capeco): un gran pulpo, cuyo puerto privado y oleoducto mantienen en vilo y en vela a miles de familias que viven en su colindancia densa y maloliente.
Simpático. Afable. Relax. Sobran los adornos para dibujar la belleza del vecindario playero y turístico de la calle Candina, en el sector sanjuanero de El Condado, donde reside el señor Ram Zeevi, director de Operaciones de Capeco. El paisaje le da ganas de asolarse ante la brisa al más amargado. Es toda una maravilla residir ante el Océano Atlántico indomable y asomarse al segundo piso del condominio Candina Reef para respirar el salitre terapéutico y refrescante. Tal es el saldo de una jornada que Diálogo emprendió, en pos de investigar cómo es la cotidianidad de los actores del gran drama que generó uno de los sismos artificiales más intensos en la historia de la humanidad, según la Red Sísmica de Puerto Rico. 10:45 a.m. Sector Amelia, Guaynabo Sopla una brisa marítima suave, mas no hay quien despache el dejo a gasolina en la esquina de las calles Marítima y Rodrigo de Triana. Asoma una vista reducidísima de la Bahía de San Juan entre las pequeñas casas desvencijadas y sus vecinos, el muelle privado de Capeco y el Cataño Oil Dock, desde el cual enormes busques petroleros descargan los combustibles que nutren los tanques de la empresa que se ubican en Bayamón, así como las necesidades energéticas de la Central Termoeléctrica de la Autoridad de Energía Eléctrica, en Palo Seco, y hasta la tubería que lleva jet fuel al Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín. Al Bar Brisas del Mar nos acercamos para buscar el testimonio de algún ciudadano que haya vivido el proceso de desalojo de la comunidad, que inició el viernes 23 de octubre y llegó a sumar cerca de 1,500 personas refugiadas. “¿Entrevistas? Yo no sé na’. Vayan y hablen con el guardia ese”, me dijo con desgano el encargado de Brisas del Mar, quien prefirió continuar con las tareas de limpieza del negocio. Giramos en dirección al “guardia ese” (quien ahora se mostraba nervioso desde el interior del acceso al muelle de la empresa) para fotografiar al gran buque que está allí detenido, cuando conocimos a Neftalí Ayala, quien es residente de la comunidad Puente Blanco, en Cataño, y labora en Fabricación de Metal Ayala. “Mi casa, gracias a Dios, no sufrió daños, pero a los demás se le fueron planchas de zinc, plafones, ventanas, puertas, le dañó la casa. Terrible fue terrible. En mi vida había visto yo una cosa como esa”, relató el cobrizo hombre de 60 años que combatía descamisado el intenso calor, mientras picaba y doblaba unas planchas de aluminio, cuando le pregunté sobre la explosión que atestiguó en la madrugada del viernes. “Eso lo deben quitar. Eso es una bomba de tiempo para todos nosotros”, reflexionó Ayala, quien tiene como vecino a Capeco, tanto en su vecindario como en su área de trabajo. Minutos más tarde Doña Epifania Figueroa, una culebrense octogenaria negra de cabello blanquísimo, exploraba su patio, delimitado por la fábrica de metal Ayala, y el oleoducto de la Capeco. Cuando salimos a su encuentro, sólo recordaba su nombre y se marchó para buscar a su hija “porque no me acuerdo de los años que tengo”. Al momento, Epifania nos presentó a Felícita, quien nos confirmó que su madre de 83 años fue testigo de la explosión en la Capeco, por lo que tuvo que ser trasladada en ambulancia a Toa Baja para que se le pudiera brindar un discernimiento y estabilizar su estado emocional. “Eso fue horrible. La casa se puso a temblar. Y yo me senté en la cama y me puse a llorar, no sabía qué hacer. Siendo yo de Culebra, nunca había oído nada así. Ni las prácticas de los militares y las bombas. Pero yo soy de Culebra, aquí estoy, entera”, dijo la anciana con una sonrisa tímida. Por su parte, Felícita relató que “casi todo el mundo” en el sector padece de alguna condición respiratoria. “Mi hija Arlin vive en otra calle, aquí, cerca. Y ahora mismo ella está junto a mi nieta Carla, de ocho años, que está hospitalizada con asma. Incluso el nieto mayor de once años, Jean Carlos, también ha padecido de lo mismo”, reveló la hija de Epifania, quien reside en el casco urbano de Guaynabo. La señora dijo que en el vecindario de su madre Epifania “a veces hay que irse por el fuerte olor a gasolina que se mete cuando están descargando los barcos”.
“Uno de los barcos pequeños que viene a descargar en ese muelle (Cataño Oil Dock) siempre deja un olor parecido a un gas propano que apesta”, alegó la señora quien añadió que se debe cerrar el muelle y el oleoducto por el bien de la salud de la comunidad. En tanto conversábamos con las guaynabenses, la presencia de un enorme barco que transporta combustibles, estacionado en el Cataño Oil Dock, se antepone al paisaje del ajetreo incansable de la Bahía de San Juan, justo cuando el lente de Diálogo captura a un puñado de obreros que labora en el buque. 12:00 p.m. Cataño Oil Dock Pasan los camiones raudos por la Avenida Central Juanita (o Carretera Buchanan, según el mapa que se prefiera consultar) frente al Cataño Oil Dock. Los letreros a vuelta redonda de la verja que protege el muelle dan cuenta de la titularidad privada de los terrenos, al tiempo que advierten sobre las consecuencias para la vida y la salud que conlleva estar en los alrededores de un lugar donde se maneja “Dangerous Cargo”. La entrada al Cataño Oil Dock es muy conveniente para la seguridad de la Capeco. Se trata de un área parecida a un embudo invertido, a la que se accede mediante una cerrada curva, que colinda con el muelle Army Terminal (a la izquierda) y una instalación de la Autoridad de Energía Eléctrica (a la derecha) (AEE). Los camiones o vehículos de la empresa que quieran entrar al muelle pueden así hacerlo sin ningún inconveniente, pues conocen cómo acceder al portón principal desde ambas direcciones de la Avenida Central Juanita. Mas para el ciudadano común, el Cataño Oil Dock pasa completamente desapercibido, pues abundan las advertencias sobre la peligrosidad de la zona, mientras escasean los letreros que identifiquen al propietario del muelle. Por debajo de este pequeño tramo de la Avenida Central Juanita corre el oleoducto de la Capeco que sale del muelle y se bifurca en tres direcciones: hacia el área de los tanques de la empresa, cruzando frente a la comunidad Puente Blanco, en Cataño, y pasando por debajo de la Autopista José De Diego; la Central Termoeléctrica Palo seco a lo largo de la carretera 165; y el Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín. Ya casi al término del mediodía, decidimos seguirle el rastro al oleoducto para documentar cómo quedó el área devastada de los tanques que conecta con el gran tubo. 12:45 p.m. Avenida Central Juanita, colindancia de la Capeco y Fuerte Buchanan ¿Adónde se fue aquella pared de bambúas que antes encubría la presencia siniestra de los tanques de la Capeco? Los altos árboles y arbustos que alguna vez enverdecieron este entorno hoy sólo son tristes carbones apestosos a combustible. Por doquier pueden verse los charcos de las aguas sobrantes que se usaron para apagar el incendio, las manchas de combustible y los animales que luchan por sobrevivir en su entorno: pájaros, tortugas y reptiles. La escena parece sacada de una película de final apocalíptico de esas que tanto le gustan a Hoollywood. El azul cielo, ahora mucho más limpio, contrasta nítido con el suelo negro, cenizo, gris, contaminado hasta decir basta. En medio de tanto escombro y desecho aparecen tres investigadores federales que no despegan los ojos del suelo. Observan, filman y fotografían detalles de lo que van encontrando a su paso. Al costado opuesto de la avenida, empleados del Fuerte Buchanan trabajan en la restauración de la verja de la base militar, que quedó reducida al polvo. Hay policías militares por todos lados, agentes del gobierno federal vestidos de civil y robots y vehículos con cámaras portátiles de circuito cerrado. “¿Quiénes son ustedes?”, nos pregunta uno de los agentes federales vestido de civil. Mostramos nuestras identificaciones de prensa. El agente nos comunica que podemos tomar fotos, pero en su presencia. También nos advierte que tenemos que marcharnos del lugar tan pronto terminemos de hacer nuestro trabajo. Y así lo hicimos. En nuestra cámara quedaron documentados los aparatosos tanques de acero, que ahora parecen débiles vasos plásticos gigantes que colapsaron ante el fuego ardiente, las maderas carbonizadas, los suelos chamuscados y el oleoducto lleno de hollín, que sobrevivió milagrosamente al infierno que reventó a altísimas temperaturas. 1:00 p.m. Comunidad Puente Blanco, Cataño. Aquí se teatraliza el Estado. De un tirón muestra su cara fuerte y benefactora: cientos de policías estatales y municipales dirigen el pesado tráfico, mientras un enjambre de empleados públicos dedicados -de agencias tan diversas como Familia, Vivienda, Autoridad Estatal para el Manejo y Administración de Emergencias y Desastres, y los municipios de Cataño, Guaynabo y Bayamón- atiende junto a la Cruz Roja las necesidades de las familias que sintieron más de cerca el impacto de la onda expansiva tras la explosión de la madrugada del viernes. Las filas para acceder a la evaluación que se le prepara a cada familia damnificada parecen interminables. El calor es severo; no obstante, los residentes de la comunidad catañés esperan pacientes por ser atendidos. Caminamos en pos de la orilla del Caño Mosquino y nos topamos con una pareja de técnicos ambientales, quienes lanzaban una especie de alfombra de espuma plástica al agua con el objetivo de que absorbiera el combustible que contaminó el recurso natural. Flotaban en una yolita desvencijada de pescadores, que a su vez estaba amarrada a un árbol con una cuerda amarilla. Mientras los técnicos limpiaban las aguas, un par de excavadoras sacaban basura y escombros de la rivera del caño, cuando el grito de un guardia nacional dio cuenta de una tortuga jicotea de unas 4 pulgadas de diámetro que estaba enterrada. Un hombre de unos 65 años, quien se identificó como Josué y residente de la comunidad de Puente Blanco, se hacía cargo de los reptiles recién encontrados: les quitaba el exceso de fango, los lavaba con agua y los devolvía a un predio limpio de la Ciénaga Las Cucharillas. “Hace 12 años este Caño se prendió con gasolina. Siempre huele a gasolina, aceite o diesel cuando hay derrames, pero nunca había pasado una cosa como esta. Las veces que (la comunidad) hemos peleado para sacar a esa gente (Capeco) de ahí y mira el desastre que nos dejaron”, reclamó Josué con un gesto a medio camino entre la frustración y la resignación. Al termino de la conversación con Josué, nos adentramos en los callejones de la comunidad para recoger los testimonios de las familias que primero recibieron el impacto de la onda expansiva.
Sobre el particular, Juan Vélez, director de Operaciones de la Autoridad de Edificios Públicos de la Región de Bayamón, le informó a Diálogo que unas 163 viviendas (de las aproximadamente 400 familias que viven en el sector) fueron afectadas por la onda expansiva de la explosión. Del total de hogares dañados, unos 22 tienen daños considerables, en tanto otros ocho serían demolidos por representar un peligro inminente para sus moradores. No fue muy difícil intentar conversar con algunos de los residentes damnificados. Todos los habitantes de Puente Blanco se mostraban ávidos de conversar con Diálogo. Sus primeras reacciones eran anecdóticas, en torno a cómo les tocó vivir los sucesos del pasado viernes, y luego derivaban en una serie de denuncias frustradas sobre “to’ el mundo que está enfermo con asma” o el “montón de gente que padece enfermedades respiratorias”. Luz Rivera lleva 40 años residiendo en Puente Blanco. Su casa tendrá que ser demolida, pues sufrió daños estructurales serios y la residencia –de madera y techo a dos aguas de planchas de zinc- ya era muy vieja y destartalada para aguantar el embate de la onda expansiva que produjo el estallido. Ahora se pregunta cómo ayudará a sus dos hijas, una de ellas madre soltera, la otra, universitaria “de la Umet”, por la cual está ahora preocupada por no contar con un lugar seguro para estudiar y guardar sus libros “que son tan caros”. “Esto fue el infierno. Salió esa bola de fuego de allá detrás. Creía que el mundo se me venía abajo”, añadió Rivera, quien en ese instante fue interrumpida por su vecina Mayda Nieves Cintrón, cuya casa también sería demolida, para relatar con ojos pavorosos que aquella fatal noche de la explosión: “Pensé que Cristo había llegado”. Nieves quedó muy impresionada y abatida por el estallido. Sufrió un ataque epiléptico y de asma, por los que tuvo que ser hospitalizada. Ahora lidia con su casa a punto de colapsar. “El viernes me tuvieron que dar terapia respiratoria y psicológica, el sábado también. Y mira, aquí hay muchos niños con asma, y quien antes no padecía de asma, ahora si padece”, me insistía Nieves, a quien se le aguaban los ojos y se le erizaba la piel cuando hacía un recuento de lo vivido. Y es que aquella madrugada del viernes, la comunidad Puente Blanco despertó despavorida al caos. Muchos de los residentes alegan que primero surgió un temblor de tierra que duró unos quince segundos y luego le siguió el gran estallido. “La tierra comenzó temblar como por espacio de 10 a 15 segundos. Luego vino la explosión, el infierno”, contó Ángel Huertas, mientras se desbordaba en mimos con un gallo de pelea suyo que sobrevivió el susto del estallido. Sin embargo, el testimonio más desgarrador fue el de la joven estudiante graduada de enfermería, Milagros Báez, quien tiene dos hijas, una de 11 años y otra de un año. Su casa fue la primera en recibir el impacto de la onda expansiva causada por la explosión. Desde su balcón puede verse el oleoducto que lleva a los tanques de la Capeco, y más allá, cual horizonte perdido, las dos decenas de tanques quemados y colapsados. “Mi hija (la de 11 años, Keinchmille) no quiere entrar a nuestra casa (que esperaba por ser inspeccionada), porque se despegó completamente de la base de cemento, las lámparas reventaron, las bombillas, las ventanas se movieron y desencajaron. Todo mi casa se levantó como si fuera de papel”, cuenta la mujer con los ojos aguados, mientras calma su ansiedad pasándose las manos por los brazos y la cara al tiempo que dice “se me paran los pelos, me da miedo”. “La cuna de la bebé (de un año) terminó pegada de la pared, con la nena dormida adentro, luego de que temblara la tierra y reventara aquello. La nena grande se me fue corriendo de la casa, sola, asustada. Y se fue por el barrio. Esto era un caos, los carros chocaban, la gente gritaba. Estuvo perdida dos horas hasta que mi hermano la encontró en el refugio de Cataño. Esas dos horas, fueron horribles. Yo estaba en shock, no podía hacer nada, sólo llorar”, confesó Báez. “La nena (de 11 años) me dice: ´Mami, van a llenar eso (Capeco) de gasolina, no se puede vivir´ y se niega a asomarse al balcón de nuestra casa. Ella no puede estar aquí, está con otros familiares nuestros. Yo estoy loca por irme corriendo de aquí. Esto no es vida”, finalizó la joven de Puente Blanco. 4:15 p.m. Calle Candina, El Condado, San Juan Buscamos el #1 de la calle Candina, apartamento #9. En esta dirección presuntamente reside el señor Ram Zeevi. Un tanto confundidos por la pobre rotulación del sector, llamamos al apartamento 9 del condominio Candina Reef, pero no obtuvimos respuesta. Luego, llamamos otra vez a un apartamento #9, esta vez del edificio Candina One, que queda justo en frente del lujosísimo Candina Reef. Para nuestra sorpresa, contestó la señora Rodríguez quien nos confesó muy amablemente que en efecto allí residió el señor Zeevi por unos cuatro años. Rodríguez, ama de casa y propietaria del apartamento #9 de Candina One por los pasado diez años, relató que el señor Zeevi se mudó de su propiedad a mediados del año 2007. Su familia partió a Israel, donde residen desde entonces, en tanto él se hospeda en uno de los apartamentos del segundo piso del Condominio Candina Reef cuando visita la Isla de manera ocasional. “Él se pasa entre Israel y Puerto Rico, su familia está en Israel. Al menos eso fue lo que me dijeron los empleados que vinieron a hacerle la mudanza”, dijo la señora Rodríguez, quien suspiró aliviada al saber que éramos periodistas. “Yo pensé que era un emplazador”, añadió la residente de El Condado. Sin rastro aún del señor Zeevi, decidimos concluir nuestras tareas. Una ventolera marítima nos despedía. La decadencia de la luz de la tarde cuestionaba la pertinencia del día que ya se extinguía. Mapa_Oleoducto