
Después de un desayuno en el Café de Tacuba, siempre célebre entre chilangos –nativos del D.F.- ahora encumbrado por el símil de una banda de rock (Café Tacvba), salimos por la calle de Tacuba rumbo a la Escuela Nacional de Ingenieros, luego el Museo Nacional de Artes (MUNAL) pasando por un callejón de libros de viejo detrás del fastuoso Edificio de Correo –famoso por su mármol y oro-. Enfrente Bellas Artes y su mármol blanco y su cúpula. Regresamos por la calle 5 de Mayo rumbo a la plancha del Zócalo. Nos topamos con la Catedral Metropolitana, y la bordeamos para ir a San Ildefonso. Subimos a la terraza del Edificio Porrúa para admirar las ruinas del Templo Mayor y leer –mientras se disfruta una cerveza bien fría- los tres murales de letra que describen las impresiones de los conquistadores españoles cuando divisaron la gran Tenochtitlán. Buscamos la Calle de la Moneda para regresar a Palacio Nacional y volver al Zócalo.
Siete horas caminando y el visitante solamente conoce una fracción del Centro Histórico. Faltan innumerables calles, innumerables museos, iglesias, callejones, plazas, cantinas y parques. Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, son algunos de los cronistas modernos de la Ciudad de México. Todos ellos subordinados por la capacidad de reinventarse que tiene esta ciudad. Ciudad milenaria, ciudad eterna. Espacio en donde el hombre siente el paso arrollador, aplastante, del tiempo.