Las respuestas al post sobre Kapuscinski reprodujeron las de los dos bandos que ya el mismo post mencionaba. Primero, quienes sostienen que nada de lo dicho es demasiado relevante porque el polaco era ante todo un artista, en cuyos libros buscábamos una emoción y una empatía ante las circunstancias descritas, no enterarnos de los hechos que conformaban esa circunstancia. Y luego el bando de quienes piensan lo que yo mismo afirmé en el post. Es decir, que en lo revelado sobre Kapuscinski hay algo grave, la violación de un pacto elemental: el tácito pacto por medio del cual un cronista le ofrece a su lector no testimoniar lo que no atestiguó, no inventar lo que no sucedió, no usurpar la posición que no tuvo. Eduardo González, entre los primeros, anota que lo que hace Kapuscinski es “decir verdades a caballo entre la observación sociológica y la intuición literaria”. Alguien más alude a lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”: aquella suerte de “verdad” producto de una intuición que ha de hallarse en un texto ficcional. Ambos, finalmente, colocan la obra de Kapuscinski más en el terreno de la ficción que en el de la crónica como información veraz. Oponen, de ese modo, al concepto de veracidad del texto periodístico el de verdad intuida en y por lo ficcional. Son famosos los pasajes en que Genette, primero, y luego, basándose en él, Paul de Man, elaboran la idea de que la sola adecuación literaria de un elemento real a los principios de coherencia estilística y de armonía textual implica ya el tránsito de lo real (por ejemplo lo autobiográfico) a lo ficcional (por ejemplo la novela autobiográfica). El ejemplo que ambos proponen es la adecuación de la materia biográfica a la novela en Proust, pero nosotros podríamos buscar casos más cercanos. Por ejemplo, la estructura formal de El pez en el agua, de Vargas Llosa. Ese libro propone, como correspondencia para cada momento del presente histórico, un momento paralelo del pasado biográfico, contaminando la memoria de ficción. Pero, a diferencia de las crónicas de Kapuscinski, el libro de Vargas Llosa siembra alertas: El pez en el agua incluye pasajes literales de La tía Julia y el escribidor, cuya presencia permite al lector intuir el tránsito de un registro al otro y con ello le confiesan la peculiar intersección. Así de variable es la naturaleza del pacto al que me referí: no es el burocrático “pacto autobiográfico” de Philippe Lejeune, aunque algunos de sus elementos se asemejan: Kapuscinski publicó mucho de su trabajo en revistas que a su vez lo ofrecían como el relato presencial de un testigo sobre unas circunstancias comprobadas; y eso ya implica una burla a la confianza del lector cuando lo que se le da no es una realidad atestiguada ni, siempre, un hecho razonablemente investigado. Más interesante, y también más difícil de determinar, es la idea de que existe una “verdad de las mentiras”, más trascendente que el simple dato fidedigno, más aguda que él porque es capaz de atravesar la dimensión de lo probado e incluso de lo especulado para aparecer como un rescate directamente tomado de lo real. Y más mágica, también, porque implica no sólo la existencia de un conocimiento intuitivo en el texto que el autor nos entrega, sino además nuestra propia intuición de ese conocimiento, y la coincidencia, aunque sea fugaz, de ambos. Tan fuerte es el poder de esa doble intuición que hay quienes están dispuestos a negar que exista la verdad en el mundo pero no están dispuestos a abandonar la idea de que existen verdades intuidas en las ficciones. Verdades que, de algún modo más o menos claro, y casi siempre menos que claro, son capaces de vencer hasta las proclividades ideológicas de su autor. Por eso estamos dispuestos a encontrar verdades de ese tipo incluso en ficciones escritas por personas de las creencias más aberrantes para nosotros, y dispuestos también a justificar nuestro hallazgo; así es como Jünger o Celine nos pueden decir verdades trascendentes y nosotros no sentimos que hemos caído en la red del fascismo, por ejemplo. Pero reconozcamos una cosa más. Es más frecuente que encontremos esas verdades en textos que ideológicamente no nos propongan el esfuerzo adicional de saltar a la garrocha nuestra ideología. Es más posible y menos costoso intelectualmente hallarlas en textos escritos en nuestro lado de la frontera ideológica, o al menos en sus inmediaciones. Supongo que eso se debe a que nuestro uso de la categoría “verdad” es, en el caso de las verdades intuitivas de la ficción, aun más arbitrario que en otros: lo que llamamos verdad es en la mayoría de los casos la coincidencia entre nuestra posición ideológica y la posición ideológica del texto (o la consciente posición ideológica del autor, que no siempre coincide con la de su texto). Para mí, por ejemlo, será más fácil hallar esas verdades en Orwell que hallarlas en Jünger. Pero volvamos a Kapuscinski y recordemos una cosa: que el estatus ficcional con que se quiere ver sus textos no es el estatus con que él los presentó, ni el estatus con que fueron leídos la primera vez. Es un estatuto que se les quiere dar a posteriori, ante la revelación de que incluyen hechos, datos y relatos salidos de la imaginación del autor. También en Kapuscinski, sin embargo, como apunta Eduardo, los lectores descubrían, descubren, esas verdades intuitivas que uno encuentra en los textos ficcionales. Pero ya sabemos que ese ejercicio será inmensamente más sencillo y directo (más instantáneo, con la rapidez que la crónica ofrece) si primero encuentro que existe una coincidencia entre mi mirada ideológica y política sobre el mundo narrado y la mirada del texto. Aquí es cuando viene la deslealtad que encuentro en los casos en que la crónica falsea los hechos y añade a los datos verificables datos imaginarios: cuando leo una crónica yo descubro casi en simultáneo lo que creo que son los datos de la realidad y la posición que la crónica asume ante ellos, y luego la comparo con la mía, todo ello, claro, en un ejercicio sordo y silencioso, automático, inevitable pero a la vez azaroso en el modo en que se produce. Si la verdad verificable ha sido sustituida o ensanchada o travestida o simplemente modificada por agregados imaginarios, mi ya escaso contacto con la primera se diluye hasta desaparecer. Mi mirada sobre el mundo coincidirá con la del texto (y encontraré, entonces, verdades en él) pero eso será producto de un artificio narrativo. Estaré reconociendo empáticamente mi coincidencia ideológica con el texto, pero acerca de un mundo que el texto no me ha revelado, sino que ha inventado para mí. Lo que he llamado “verdad”, así, se confina al interior del texto, aunque yo crea que es una verdad acerca del mundo fuera de él. Y quizá ese suela ser el caso con la mayoría de los textos ficcionales; pero, ¿debería ser el caso con uno que no se ofrece dentro de ese marco? Para ver el texto entero acceda a: http://puenteareo1.blogspot.com/2010/03/mas-kapuscinski.html