El azar y el caos son el orden y la estructura cuando nos enfrentamos a la genialidad de la obra de Merce Cunningham. Bajo estos mismos preceptos, Hincapié celebró, el pasado 29 de octubre, la asombrosa singularidad de uno de los coreógrafos más importantes e influyentes de la danza moderna y contemporánea, en el mismo escenario en que se presentó junto al Merce Cunningham Dance Company y el compositor John Cage en 1982, el Teatro de la Univerdad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Para la ocasión la coreografía estuvo, principalmente, a cargo de los bailarines de la agupación universitaria fundada y dirigida por Petra Bravo desde su fundación hace diez años. Pero para un espectáculo de esta naturaleza hablar de coreografía no es sinónimo de incluir pasos de baile dentro de una determinada música; ni de acomodar una música a determinados patrones coreográficos. Tal y como lo concebía Cunningham cuando trabajó con el compositor John Cage, la danza y la música tienen autonomía propia. De esta manera fue concebida una pieza musical, de una duración determinada, y a los bailarines se les fueron asignando partes, espacios de tiempo que debían coreografiar por separado, sin ser hasta dos semanas antes de la presentación que se unieran todos, la danza y la música. Partiendo del I Ching, antiguo libro oracular chino, es que se determinan los tiempos y los espacios de los bailarines en escena, así como la duración e intensidad de las luces, de manera que todos los elementos que componen el espectáculo conservan su independencia aún cuando son representados simultáneamente. Sin embargo, el público no puede adivinar el proceso mediante el cual se construye el resultado final que tiene ante sí.
El programa musical de John Cage, compuesto de piezas musicales realizadas en distintos momentos a lo largo de su carrera, fluye, al igual que la puesta en escena de los “pedazos” coreográficos de los bailarines, con una unidad increíble. Podemos advertir la maravilla del proceso creativo cuando vemos nueve cuerpos en escena ejecutando secuencias de pasos y poses al mismo tiempo, en espacios y tiempos aleatoriamente distribuidos, sin saber a quién y a donde mirar. Si bien puede resultar en principio abrumador para el espectador, no deja de ser genial en cuanto percibimos que el caos desemboca en un orden estilístico y en la puesta en escena de la posibilidad inimaginable que permite la “casualidad”. De lo que se trata es de una obra que trasciende las posibilidades inventivas del coreógrafo que se limita a tener el control consciente y total de cada uno de los elementos que la componen. Así componía Cunningham. Y el sentimiento que tenía cuando lo hacía era el de estar en contacto “con una fuente natural mucho más genial de lo que podrían ser mis propias invenciones”. Cunningham libró a la danza de relación tradicional con la música pero nunca totalmente de la técnica. Los bailarines de Hincapié, al igual que los de Cunningham, son bailarines entrenados y la formación de sus cuerpos es evidencia de ello. Así, los movimientos de la cotidianidad que puedan estar dentro de la coreografía están siempre matizados por la estética que implica un cuerpo trabajado. Un cuerpo que sale corriendo de una bambalina para entrar al escenario es siempre el de un bailarín y no el de alguien de la calle. Los bailarines cuidaron un estilo marcado por la libertad en el uso del torso mediante inclinaciones y giros. Cuando extendían las piernas y los pies en el aire se percibían una cierta conciencia en la colocación sin caer en las exigencias de rotación anti-naturales que exige el ballet clásico. Del mismo modo, ejecutaban sus secuencias independientemente de los ritmos que iba marcando la música que se tranformaba de piano en la de gritos interrumpidos por sonidos electrónicos amplificados. El público aportó lo suyo con reacciones insospechadas de carcajadas y risas en determinados momentos, que no eran necesariamente graciosos, y con algún que otro celular que salió sonando, como suele ocurrir por más que se exhorte a que sean apagados antes de comenzar. En todo caso, la música, la danza y las luces siguieron por su parte bajo la dirección general de Nelson Rivera y la dirección artística de Petra Bravo. Arbitrariamente, al cabo de una hora, bajó el telón, y llegó a su fin la celebración de uno de los artístas más importantes del siglo XX, mientras que los bailarines permanecían en movimiento, dando fin a un espectáculo cuyo resultado final es irrepetible. Para acceder al texto original puede visitar: http://noticampus.uprrp.edu/texto20090189.html