Demasiado tarde: las contradicciones de la hambruna declarada en Somalia, el campo de refugiados en Kenia de Daadab, abierto desde 1992, y el espectáculo de una crisis que se pudo haber evitado.
Una crisis humanitaria por la que según las ONG y agencias de la ONU en el terreno, algo más 12 millones de personas requieren asistencia en Somalia, Yibuti, Kenia y Etiopía. Y la cifra aumenta cada día.
Sahara se balancea sentada en el colchón de plástico verde. Se le entrecierran los ojos. Uno no sabe si la niña quiere dejarse caer o mantenerse sentada. Tiene tres años pero aparenta mucho menos. Viste una pequeña camiseta rosa que queda enorme en su cuerpo diminuto. Su padre, Mohamed Hassan, la mira con una mezcla de miedo, cariño y esperanza. Finalmente, la coge con delicadeza y la tumba en la cama.
“Vine con mi mujer, Sahara y nuestros otros cinco hijos. Llevamos un mes y dos días en Dadaab, tardamos tres días en apuntarnos y aún no nos han registrado. Nadie nos da comida o refugio, dormimos en la calle junto a la cabaña de unos familiares”, relata cansadamente Mohamed.
Estamos en el ala de malnutrición aguda del hospital de Médicos Sin Fronteras en Dagahaley. Éste es uno de los tres asentamientos que conforman el campo de refugiados de Dadaab, el mayor del mundo, en el que más de 400,000 personas se agolpan en un campo construido en 1992 para 90,000. Sahara es uno de los más de 10,000 niños que sufren algún tipo de malnutrición en Dadaab.
Mohamed sigue lentamente desgranando su historia. “Yo era pastor pero todo mi ganado empezó a morir a principios de este año. Hará mes y medio, vendí los pocos animales que me quedaban para comprar comida y transporte y decidimos venir. Tardamos una semana, a veces andando y a veces en vehículos que accedían a llevarnos”.
La historia de Mohamed es la de la mayoría de los recién llegados a Dadaab. Los refugiados somalíes huyen de un país que lleva en guerra desde 1991. Además, ahora la peor sequía en 60 años en el Cuerno de África está acabando con los pocos recursos que aún quedaban.
Mohamed y su familia vienen de Baidoa, la tercera mayor ciudad de Somalia.
Familias esperando poder entrar en el campo de refugiados de Dadaab Dagahaley (P. M.)
“Allí, Al Shabab mata a la gente, si tienes mucho ganado, te quitan la mitad; si te afeitas la barba, pueden hasta matarte. Al Shabab recauda impuestos pero no ofrece nada a cambio, e incluso expulsan a las organizaciones que ofrecen ayuda”.
Baidoa, como casi la totalidad del centro y sur de Somalia, está bajo control de Al Shabab, una milicia islamista enfrentada al Gobierno de Transición y que quiere imponer un régimen islámico radical en el país.
El 6 de julio, la Organización de las Naciones Unidad (ONU), declaró dos regiones de Somalia en estado de hambruna y el 3 de agosto añadió otras tres, todas bajo control de Al Shabab. Para que una región sufra hambruna, se han de dar varias circunstancias: que al menos el 20 por ciento de los hogares carezcan completamente de comida, que más del 30 por ciento de la población sufra malnutrición aguda y que la tasa de mortalidad por estos motivos exceda 2 de cada 10,000 personas por día.
Es la primera vez que hay hambruna en África desde 1992, cuando también fue en Somalia. Y la segunda desde la hambruna de 1983-85 en Etiopía, cuando niños esqueléticos poblaban las televisiones occidentales.
Las mismas imágenes llegan hoy desde Somalia y Dadaab. Pero no sólo allí: la crisis humanitaria afecta a todo el Cuerno de África y, según las ONG y agencias de la ONU en el terreno, algo más 12 millones de personas requieren asistencia humanitaria en Somalia, Yibuti, Kenia y Etiopía. Y la cifra aumenta cada día.
Aunque no se trata de una crisis repentina o inesperada. La Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna (FEWS NET, en inglés) llevaba desde septiembre de 2010 advirtiendo sobre la posibilidad de hambruna en la región si no se intervenía con urgencia. No parece que mucha gente les escuchara aparte de las pocas ONG que llevan en el terreno desde principios de los años 1990. Ahora ya es demasiado tarde pero es ahora cuando el circo mediático se ha puesto en marcha y estas mismas ONG se han visto desbordadas por las visitas de periodistas y diplomáticos de todo el mundo.
Un niño espera poder entrar en el campo de refugiados (P. M.)
En unos pocos días, decenas de periodistas y representantes de países occidentales y de organizaciones internacionales han tomado Dadaab. Pequeños grupos recorren los tres asentamientos para los refugiados, Dagahaley, Ifo y Hagadera. Además del cansancio, las enfermedades y el hambre, estos días los refugiados se enfrentan a preguntas y más preguntas, a cuadernos, cámaras de fotos y de vídeo y a delegaciones diplomáticas de personas trajeadas y rodeadas de seguridad. La pregunta es cuánto durará esta enorme presencia internacional y si tendrá algún efecto no sólo inmediato sino también a medio y largo plazo.
En tres de las camas junto a la de Mohamed y Sahara, tres mujeres somalíes vigilan a sus niños y miran con desaprobación. Se niegan a ser entrevistadas o fotografiadas e intentan convencer a otras refugiados a que hagan lo mismo. Hablan acaloradamente en somalí. “Dicen que están hartas de los periodistas, que vienen les hacen preguntas y fotos y se van y nada cambia”, comenta Aden, nuestro traductor.
Fuera del ala de malnutrición aguda, un gran barreño y un gancho sirven de balanza para pesar a los niños. Padres y madres aguardan pacientemente mientras un niño, poco más que piel y huesos, despierta de repente en el barreño y se pone a llorar con fuerza a pesar de su aspecto demacrado y frágil. Sus ojos enormes y su cabeza, grande en comparación con su pequeño cuerpo, miran alrededor sin comprender.
Sin embargo, aquí en Dadaab el problema no es la comida. Los somalíes ya registrados oficialmente como refugiados reciben comida del Programa Mundial de Alimentos (PMA) dos veces al mes.
En el asentamiento de Dagahaley, la ONG Care distribuye los alimentos del PMA. Los refugiados ya registrados, unos 379,000 en todo Dadaab, vienen con su tarjeta de racionamiento, traen sus propios sacos y van pasando puesto por puesto para recibir harina, legumbres, aceite, sal y un combinado nutritivo de maíz y soja. Sacos y más sacos llenos de alimento se amontonan en el almacén.
La mayoría de los refugiados que acuden son mujeres que arrastran o cargan como pueden con los sacos ya llenos hacia la salida del recinto. Y apenas a diez metros de esta salida, hay algunos que venden parte de esta comida y se puede comprar en el mercado negro estos mismos alimentos que el PMA y Care acaban de entregar gratuitamente.
“El motivo es la falta de empleo y que necesitamos dinero para comprar uniformes y los libros escolares para los niños, o también para comprar azúcar”, explica una mujer que compra y vende harina en este mercadillo. Por un kilo de harina, pide 10 chelines kenianos (unos siete céntimos de euro). La mujer continúa: “También hay refugiados que vienen, compran aquí la comida y luego la venden en otro sitio de Dadaab para ganar algo de dinero”.
De hecho, Dadaab, que originalmente era poco más que un pueblo a un par de horas de la frontera con Somalia, se ha convertido hoy en una de las mayores ciudades de Kenia. La gran mayoría son refugiados somalíes pero también hay una importante presencia de ciudadanos kenianos y del personal extranjero de las numerosas ONG y agencias de la ONU que trabajan en la zona.
Cuando uno llega a Dadaab por carretera, es curioso el contraste entre los poblados kenianos de alrededor, de aspecto desolado y en los que muchos de sus habitantes viven en tiendas, y los campos de refugiados, donde los que llevan más tiempo ya viven en casas o en cabañas bien construidas y estables.
Sigue siendo un lugar pobre que carece de muchos servicios e instalaciones, pero en él los refugiados obtienen comida, asistencia médica y educación para sus hijos, todo gratuito. Pequeños negocios y bares han florecido, se puede vender y comprar casi de todo y, según cuentan algunos cooperantes, hay un establecimiento que sirve cappuccino “de verdad”.
Además, también muchos de sus habitantes pueden conseguir trabajos tales como cocineros, limpiadores, traductores o conductores para la ONU o las ONG, aunque el sueldo máximo al que pueden aspirar es de unos 85 dólares al mes, mucho menos de lo que cobraría un ciudadano keniano por el mismo empleo.
No sorprende, precisamente, que muchos kenianos que viven en esta zona y que étnica y culturalmente son somalíes, intenten hacerse pasar por refugiados. Según un estudio realizado por el Departamento de Asuntos de Refugiados del Gobierno keniano, hasta un 27 por ciento de la población local del área de Dadaab está registrada como refugiada. Y en momentos como ahora, cuando un ejército de periodistas toma los campos, la población local y los propios refugiados aprovechan para emplearse como traductores, guías, personal de seguridad y para conseguir coches y material para los periodistas.
Dadaab muestra al mismo tiempo las posibilidades y las miserias de la intervención internacional humanitaria. Por definición, un campo de refugiados es un lugar temporal o de tránsito donde personas que huyen de su país pueden pasar un tiempo hasta poder regresar a su lugar de origen o ser integrados en otro país. Pero Dadaab lleva abierto desde 1992, se ha convertido en una ciudad vibrante, alberga ya casi cinco veces la población para la que fue construido y no parece que la situación en Somalia vaya a permitir el regreso de los refugiados a corto o medio plazo.
Dadaab es un oasis pero también una prisión, ya que a los refugiados no les permite residir o trabajar fuera de los campos y sólo pueden viajar temporalmente y tras conseguir un permiso escrito por parte de las autoridades. Muchos niños y jóvenes han nacido y se han criado en Dadaab y nunca han estado en Somalia, pero su nacionalidad y situación y las de sus familias sigue siendo la de refugiados somalíes.
Bashir Ahmed Bihi, de 47 años, es expresidente de los refugiados de Dadaab. Llegó en 1992, “cuando estaban abriendo los campos”, y 10 de sus 11 hijos han nacido aquí, han recibido educación y hablan inglés. El mayor, que nació en Somalia y tenía 3 años cuando su familia se convirtió en refugiada, trabaja hoy para MSF en Dadaab. “Nosotros nos hemos adaptado a esta vida, pero aún puede ser duro para los que siguen llegando ahora”, dice Bashir.
Son estos recién llegados los que muestran las vergüenzas de la intervención de la comunidad internacional en Somalia y en el Cuerno de África. Tras 20 años de presencia en la zona de agencias de la ONU y ONG, las sequías y crisis alimentarias se siguen repitiendo y la guerra en Somalia parece no tener fin, lo que sigue produciendo una continua afluencia de refugiados.
Al mismo tiempo, Estados Unidos y Francia intervienen de otro modo en Somalia, deteniendo e interrogando ilegalmente a ciudadanos kenianos y somalíes en prisiones secretas en Mogadiscio, según un informe publicado el 12 de julio en la revista norteamericana The Nation.
En el punto de recepción para recién llegados de Dagahaley, unas 150 personas esperan ansiosas a que se abran las puertas. Una de ellas es Sarura, una mujer de 25 años que viene de Mogadiscio y aguarda en la cola con sus tres hijos de dos, tres y cuatro años. “Durante una batalla, mi marido y yo nos separamos y no le vi durante 20 días, así que decidí huir”, cuenta. Tuvieron suerte y un coche los recogió por el camino, pero aún tuvieron que andar durante cuatro días para llegar a Dadaab. “No tuvimos problemas excepto el hambre, ahora llevamos aquí dos días y nadie nos ha apuntado o dado agua o comida y dormimos al raso”.
Según ACNUR, sólo en junio y julio llegaron unos 76.000 a Dadaab y en agosto siguen llegando más de 1.500 cada día, desbordando a la propia agencia de la ONU, a las autoridades kenianas y a las ONG en el terreno. Pueden pasar días hasta que los refugiados se apuntan como recién llegados y reciben una ración de comida para 21 días y pasan a la lista de esperar para poder registrarse oficialmente como refugiados en Dadaab, algo que puede tardar hasta dos meses.
Una vez registrados, tienen derecho a recibir comida dos veces al mes y a una parcela de tierra, aunque hace ya años que el Gobierno de Kenia declaró Dadaab lleno y que no queda tierra para ceder, así que los recién llegados se instalan en los alrededores de los campos y se construyen tiendas con cartones, telas, ramas de árboles o restos de otras tiendas o cabañas.
La ONU se plantea declarar hambruna en todo el centro y sur de Somalia, el área controlada por Al Shabab. Hay quien dice, sin querer dar su nombre, que la situación en algunas zonas de Kenia, como Turkana, y de Etiopía también podrían ser declaradas como de hambruna, pero que no se hace porque supondría avergonzar políticamente a los gobiernos kenianos y etíopes, ambos socios de la comunidad internacional. Además, apenas hay periodistas que viajan a estas zonas, donde no hay refugiados y hay muchas menos organizaciones internacionales trabajando, por lo que la población local permanece invisible.
Mientras dure el conflicto en Somalia, mientras los propios gobiernos keniano y etíope no inviertan decididamente en las zonas áridas de sus propios países y mientras la comunidad internacional no sea capaz de colaborar con las autoridades para implementar programas que mejoren la situación de forma sostenible y a largo plazo, se seguirán repitiendo las crisis y los medios sólo hablaremos de ellas cuando, como ahora, las imágenes de niños famélicos y las historias de refugiados que caminan durante semanas sean demasiado fascinantes para ser ignoradas por los editores en Estados Unidos y Europa.