El camino más corto hacia el futuro es el conocimiento más profundo del pasado. Es la manera de rehacernos en la energía que redignifique la voluntad de vida de un pueblo. Es en la pesquisa osada donde encontramos el polvo escondido bajo la alfombra, y al cepillar a contrapelo saltan las preguntas incómodas al poder.
Entre 1550 y 1551, la capilla del convento dominico de San Gregorio en Valladolid, España, fue el escenario de uno los más celebres debates en torno a la invasión de América. La disputa entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas –también conocida como la polémica de los naturales– pretendía resolver la otredad del indígena. El debate enfrentaba posiciones antagónicas respecto a la humanidad de aquellos seres semidesnudos que “aparecían” ante la mirada impasible de los colonos.
Ese otro era epresentado en el imaginario europeo a través de variopintas metáforas deshumanizantes: caníbales, bárbaros, no-humanos, irracionales carentes de virtud. ¿Cómo, entonces, justificar la invasión de estos pueblos? En nombre de la razón “pura” europea, los argumentos de Sepúlveda tejían el conducto de la expansión en forma de una guerra justa evangelizadora. El paralelismo es esclarecedor si, cuando sustituimos “evangelizar” por “democratizar”, recordamos la cruzada democratizadora de la administración Bush en Afganistán (2001) e Irak (2003).
La retórica de Sepúlveda era implacable: la superioridad del europeo, del hombre blanco sobre la negada alteridad del indio. Así, la representación en negación de ese otro americano vaciaba de contenido al continente recién descubierto, justificando la invasión por mecanismos de violencia y apropiación.
Por su parte, Bartolomé de las Casas –más sensato en su posición– objetaba el uso de la violencia en la expansión colonial europea. Defendía el derecho natural que tenían los indígenas a la libertad y a resistir el colonialismo. Las Casas, reconoce el filósofo Enrique Dussel, es el primer antidiscurso filosófico de la Modernidad, mostrando una posición crítica sin precedentes. Sin embargo, el pensamiento de Sepúlveda, victorioso al final del debate, se mantuvo sobre las ruinas de América justificando la cruzada evangelizadora. Como resultado de esa encomienda colonizadora, se escribió uno de los capítulos genocidas más vergonzosos en las páginas de la historia.
El discurso sepulvediano ha perdurado y madurado hasta nuestros días. Presente desde el siglo XVI, ha modulado las herramientas de su discurso, que continúan operando con el mismo objetivo y sobre el mismo tejido social de una parte de la humanidad. Este pensamiento profundamente racista ha servido como principio organizador de la “colonialidad del poder” en el desarrollo del sistema capitalista.
Partiendo de un principio espiral de la historia, en los albores del siglo XX, en Estados Unidos se produjo un debate muy parecido a la racionalidad de Sepúlveda. La cesión de “Porto Rico” (nombre oficial hasta 1923), Guam, Cuba y Filipinas a los Estados Unidos por medio del Tratado de París del 10 de diciembre de 1898 suscitó un “segundo debate de Valladolid”. En este caso el panel lo formaban juristas, administradores coloniales, generales del ejército, fotógrafos y viajeros. Por medio de artículos académicos en revistas jurídicas, informes militares-administrativos, sentencias del Tribunal Supremo estadounidense (los Casos Insulares), y publicaciones de libros fotográficos, se buscaba dar respuesta a dos preguntas. La primera, ¿cómo justificar la expansión norteamericana sobre estos pueblos? Y, la segunda, ¿cómo han de ser gobernados?
Si en el siglo XVI el debate de Valladolid se llevaría a cabo desde un plano filosófico escolástico, ahora en el siglo XX sería sobre la razón moderna profundamente colonial. Era la secularización del discurso sepulvediano, que entonces representó al otro puertorriqueño como en antaño se hizo con los indígenas y, de esta manera, justificar la ocupación de territorios y gentes “inferiores” a sus ojos anglosajones, americanos-europeos.
Así, se repetían las metáforas deshumanizadoras sobre las que se construía la otredad del puertorriqueño. La niñez descalza, la feminidad y la raza formaban parte del paquete de dispositivos discursivos sobre los que se montaba la idea del puertorriqueño como un pueblo atrasado. Algunas descripciones así lo reflejan: “Son una población que es de una raza y cultura distinta a la nuestra… En sentido técnico, carecen de moral… No sienten vergüenza y andan desnudos… Comen del fruto prohibido” escribió José Olivares en 1899 en Our Islands and Their People.
Por su parte, el senador Albert Beveridge expresó en una ponencia ante el Congreso federal en 1900 que “[e]sta isla hermosa y repleta de riquezas naturales llegó hasta nuestra manos de la misma forma que una novia se lanza a los brazos de su amado… Está hambrienta y la alimentaremos… Liberaremos su industria… y la ayudaremos a vencer sus debilidades”. En el mismo año, y frente al mismo cuerpo legislativo, el representante Sereno Payne –alternando las metáforas pero en la misma línea– dijo: “Hay que llevarlos a todos por las riendas hasta que alcancen la altura de la hombría americana, y entonces los coronaremos con la gloria de la ciudadanía americana”.
En suma, era la caricaturización interesada en representar al otro anclado en un estadio civilizatorio primitivo, salvaje y edénico; al otro inferior respecto al hombre blanco-americano-europeo, pináculo del desarrollo de la especie humana. Esta supuesta inferioridad del puertorriqueño servía para argumentar la ausencia de una virtud pública en las artes del autogobierno. Sería necesario “educarles”, instruirlos en una especie de “ilustración” tutelar en los principios del gobierno representativo. Se reproduce entonces la cruzada evangelizadora, ahora en nombre del estándar civilizatorio de la cultura norteamericana. El paralelismo, pues, es evidente: donde antes evangelizaron ahora civilizamos. Como señaló el poeta Luis Díaz, “¡Esto se ha forjado a cruz y espada!”.
El proyecto de la modernidad colonial se ha montado sobre ideas de superioridad racial que excluyen al Sur-global. Es la zona del ser y del no-ser en el pensamiento de Frantz Fanon. Es la línea abismal que, nos recuerda Boaventura de Sousa Santos, divide al mundo entre seres a quienes se les reconoce su dignidad y el otro excluido de humanidad en su corporalidad viva. Es la marginazión de aquellos a quienes se les niega la palabra y el acceso a los mecanismos de regulación en un estado de derecho.
Ese estado de derecho frágil, en el que se enmarca el Estado Libre Asociado, ha agotado sus bondades. Exige un nuevo contrato social. El arreglo de 1952 llegó a su fin y para cambiarlo hace falta democracia. Cuando las cosas en un país no funcionan, la democracia sirve para cambiarlas, para distribuir los esfuerzos que construyen el camino compartido. El proyecto de la “academia americanizadora” que llevaría a los puertorriqueños “de las riendas hasta alcanzar la hombría americana” fracasó. Estaba condenado de muerte desde sus inicios. El proyecto de ley 5278, que se debate actualmente en el Congreso de Estados Unidos, se presenta como un “cursillo” de reposición para pupilos desaventajados. Y en ese esfuerzo quieren acabar con la oportunidad histórica de reconstituirnos en democracia.
La junta de control fiscal conserva las metáforas de la argumentación cínica del colonialismo: “no han aprendido los puertorriqueños a gobernarse”. A ese pobre país descalzo, “hay que tratarlo como a párvulos a educar en las artes del orden fiscal”. Después de más de un siglo de apropiación y violencia, “merecen un castigo y este ha de ser el totalitarismo”. Es esta la sentencia indolente del bully del barrio que busca minar las potencialidades del país.
Ahora toca deshumanizar a los puertorriqueños, disolviendo las pocas garantías del estado de derecho, el orden constitucional y la división de poderes. A lo único que invita la junta de control fiscal es al abismo que hará retroceder al país más de un siglo hasta el proyecto ohionés de Joseph B. Foraker. Se mantiene sobre Puerto Rico el ethos de la modernidad-colonial-capitalista-racista-patriarcal. No se puede ser demócrata y aceptar menudo arreglo suicida.
¡Han estado viviendo por encima de sus posibilidades! ¿Quiénes? La respuesta ha de ser como trueno al silencio de la noche. ¡La élite política y económica norteamericana que es tan responsable de la crisis como la casta política puertorriqueña! Una élite depredadora, enquistada en las instituciones que manejan como si fueran un coto privado, empeñados en hacer creer que es un asunto de aritmética y no un problema político. Convencidos profundamente de que es en ellos donde reside la soberanía, cuando ese debate debería estar zanjado hace siglos. ¡Esa decisión ha sido tomada! La soberanía pertenece a los pueblos, recordaba el presidente Abraham Lincoln en Gettysburg.
Es el pueblo quien ha de exigir responsabilidad fiscal. Es la gente de Puerto Rico la mejor junta de control democrático, señalando lo obvio en el sentido común. La clase política, corrupta –locales y foráneos– son los responsables de llevar la isla al borde del sumidero. Es momento de jubilarles.
Es la hora que llega con retraso, pero que invita a mirarnos al espejo y dibujar con trazo fino el futuro del país.
El autor es politólogo puertorriqueño egresado de la UPR. Reside en Madrid, España, hace ocho años.