Un amigo acaba de inventar la mejor de sus palabras: ‘Epitáfora’. Hasta hace poco no existía y claro, puede oírse como un error. El término nace de ese caudal disparatero y espontáneo que caracteriza al pana, genio de la física aunque no precisamente del lenguaje. Lo que él quiso decir es que había captado una idea en forma de metáfora, pero que funcionaba también como epitafio. O sea, un recurso poético inscrito en alguna parte de su cerebro científico, ‘epitáfóricamente’ grabado, indeleble por el resto de la eternidad. Por supuesto que estamos siendo sarcásticos; al menos ese fue el primer tono de nuestra burla o tripeo, hasta que él usara otro de sus disparates más directos y rotundos para mandarnos a un lugar bien lejos y cambiar de tema.
Sin embargo, el juego semántico no acababa ahí. De pronto hizo total sentido durante el nacimiento-inauguración de Don Cangrejario, el domingo 16 de julio. Entre las múltiples propuestas escénicas ofrecidas por los gestores del nuevo espacio artístico santurcino, se presentó el colectivo teatral Agua, Sol y Sereno con su más reciente pieza, Comer. Ya se había puesto en escena antes, como parte del Circo Fest, y luego en Don Senario, en la Calle Cerra. Es un espectáculo donde apreciamos la continuidad de trabajo de los ‘aguasoleros’, muchas de sus ‘epitáforas’ recurrentes. Comer se construye desde el oficio y los signos poéticos que han hecho de este grupo uno de los más importantes, en cuanto a contenido y labor sistemática, en la historia teatral puertorriqueña de los últimos veintitantos años.
Agua, Sol y Sereno ha trabajado mucho en la calle, y sus integrantes dominan el lenguaje y los rigores de este complejo ambiente. Los múltiples escenarios no convencionales que han explorado, van desde plazas y parques hasta la orilla de la playa, con una pieza como Marea alta, marea baja. Entonces saben cómo atraer la atención del público. ¡Y había mucho el domingo, en la plazoleta Morell Campos del CBA de Santurce! Solamente dos intérpretes, Cathy Vigo y Pedro Adorno, portando unas inmensas banderas blancas, iniciaron la puesta en escena. Pero antes de continuar con su descripción, un paréntesis: debemos destacar el trabajo de producción y difusión cultural de quienes llevan Don Cangrejario. Con varias semanas de antelación comenzaron a inundar las redes sociales -en el buen sentido de la palabra- de modo que estaban en boca, teléfonos celulares y computadoras de todos. Múltiples entrevistas, comunicados de prensa, páginas de Facebook, en fin, no escatimaron recursos. Y los espectadores llegaron, gente de pueblo, personas que quizás nunca hubieran entrado a Bellas Artes.
Ésta es una tremenda lección para quienes nos desenvolvemos en el quehacer cultural: sobran las presentaciones escénicas, e incluso los festivales de teatro, que pasan ‘por la vida sin saber que pasaron’, parafraseando a aquel meloso poeta; en este caso transcurren por las tablas sin que el público se entere. Y no negamos la responsabilidad de cada cual por informarse y apropiarse de su cultura circundante, pero a veces tal pareciera que determinados eventos no se articulan sino mediante campañas de ‘desinformación’. Suceden tan silenciosamente que ni siquiera podemos escribir su epitafio, menos aún captar sus ‘epitáforas’. Sin embargo, Comer gozó de un público atento y participativo. Una ‘partecita’ de este logro radica – y no nos cansaremos de repetirlo- en la tarea de más de dos décadas de Agua, Sol y Sereno, y su don de ubicuidad: parecieran estar en todas partes, Circo Fest, Campechadas, Fiestas de la Calle San Sebastián, en mil y una comunidades alrededor de Puerto Rico.
Comer, volviendo al tema que nos ocupa, es una pieza original de Agua, Sol y Sereno. La mayoría de los montajes del grupo parten de ideas, motivaciones o inquietudes, que se trabajan en colectivo a manera de improvisaciones, talleres, propuestas de los actores y otros integrantes del elenco. Luego se organiza una escaleta, o ‘texto espectacular’, que va mutando a través de los ensayos y hasta la puesta en escena. Por supuesto, las piezas seguirán transformándose en la medida que se les agreguen acciones y parlamentos, o se les sustraigan. Así surge una obra de arte inédita, en constante evolución. Ello permite que el montaje se mantenga vivo, vibrante en función de los tipos de público, el contexto de su representación o los espacios. En el caso de Don Cangrejario, resultó una escena sumamente acogedora, que le permitió al auditorio reaccionar y conectarse con la obra en cuestión.
La pareja de personajes, corporizados por Pedro Adorno y Cathy Vigo, se enfrenta a la realidad de una mesa vacía. ¿Qué hacer frente a semejante desolación? ¿Tender un mantel, explorar los posibles usos del mueble, dejarse llevar por el desespero? Los comensales se desplazan por la escena incorporando lo que Bretch llamara ‘gestus sociales’: parecieran guiar un auto; usan las sillas como barrotes de una cárcel; se manifiestan con una expresividad acelerada y furiosa. Son signos que nos remiten a múltiples significados, pero sobre todo existe una tensión entre ambos seres. Dicha brutalidad se manifiesta, principalmente, cuando el hombre intenta alimentar a la mujer. El infantil juego del avioncito se vuelve una mueca, grotesca imagen de una sociedad aquejada por el machismo y eso que eufemísticamente se nombra como ‘violencia de género’ para no emplazarlo con calificativos más inmediatos: cobardía, abuso, permisibilidad social, estupidez troglodita; y otras cosas que aquí no se pueden decir.
Cathy Vigo y Pedro Adorno no solamente son compañeros en el arte sino también en la vida. Este acto chamánico – si no jodorowskyano- de ‘teatrar’ los desencuentros familiares, pone en juego los límites entre arte y realidad, lo cual ha caracterizado múltiples búsquedas estéticas de la modernidad a la fecha. Porque comer es alimentarse; no nos dejemos engañar por las etiquetas de la cursilería, que muchas veces se erigen para osificar y desmantelar emociones que siempre nos han definido como humanos: una relación de veinte años debe ser nutrida de diversas maneras. Y éste es el abono que igualmente han recibido las tres hijas de la pareja, los retoños de un grandísimo esfuerzo, de luchas alrededor del thymele familiar. Para los antiguos griegos, el altar que se levantaba en el centro de los teatros; un/una thymele es el lugar de los sacrificios, el epicentro del ritual. ¿Y no es acaso la mesa el lugar donde se celebran las ceremonias domésticas, se estrechan los lazos, ocurren las despedidas, se evocan las ausencias? Quien alguna vez haya comido en casa de Cathy y Pedro, habrá notado los nombres de sus niñas -grabados por ellas mismas- en la mesa de la casa, cada uno en el sitio que le corresponde ¿Epitáforas? Son la seña de su presencia y lugar en el mundo, que empieza precisamente en ese altar y centro desde donde se expanden todos los otros ritos cotidianos y vitales.
Como no hay ceremonia sin música, los dos personajes se mueven al ritmo de la sensibilidad de Ronald Rosario, en la guitarra, y la flauta de Cristina Vives. Ambos aportan la sonoridad en vivo de este espectáculo, que adquiere parte de su vitalidad a partir de las notas, cadencias, ecos de un mundo alucinado. Los personajes dialogan con tales resonancias orgánicamente. No se trata de una simple banda sonora sino de la selección cuidada de cada tono, nota, melodía. Cristina Vives, además de gestora cultural y flautista, zanquea y actúa con ASYS desde hace varios años. Ronald Rosario, por su parte, ha sido el director musical de muchos de los trabajos del grupo. La belleza de la música contrasta con la imagen de los personajes; estos clowns en blanco y negro se contraponen al color de los sonidos. La palidez de los personajes nos hace pensar que pudiera tratarse de fantasmagorías. El resto de los útiles sobre el escenario también son monocromáticos. Hay una intención explícita de que los ocres, negros, grises y blancos, desentonen con el verdor con que cierra la obra. Ésta será una metáfora muy bien construida.
Desde el punto de vista actoral, el dúo muestra su dominio del ‘teatro físico’. Sin apenas hablar, expresándose mediante sonidos guturales pero sobre todo ademanes faciales y corporales, consiguen total dominio de la escena. Su trabajo sobre el principal instrumento del actor/ bailarina, el cuerpo, entra en combinación con otra de las ‘epitáforas’ de ASYS: el dominio de lo ‘matérico’. El mismo barro usado para modelar los cabezudos y demás esculturas creadas por Pedro Adorno, simboliza lo inerte, algo incomible, el elemento que deberá ser transformado para que nazca la vida. Insistiendo en las claves poéticas del colectivo teatral, de forma simple, sin ambages, se nos muestra la imposibilidad de comer tierra, pero la maravilla que se produce cuando esta es trabajada en aras de que brote una planta. Así se rearticula el discurso sobre el ambiente y la importancia de vivir en armonía con la naturaleza. Es continuidad de los planteamientos de Una de cal y una de arena, pieza que ha recorrido prácticamente todo Puerto Rico y varios países extranjeros concienciando sobre la necesidad de aspirar a un entorno más sano, natural, ecológico.
Cuando usamos el concepto de ecología no nos limitamos al ambiente natural, dígase el cuidado de las plantas, el agua, la protección de los animales. También amplificamos la idea a las interacciones entre los seres humanos, cómo nos construimos en relación al otro, qué nuevas maneras, creativas, arriesgadas, solidarias y libres, podemos hallar -e inventar- para existir en colectivo. En tal sentido, Comer encontró un espacio de diálogo sobre la escena de Don Cangrejario. Esas tablas, retazos de tela, e incluso individualidades artísticas, podrían entenderse como el barro, la tierra amorfa antes de ser trabajada. Una vez construido el proyecto, con la colaboración comunitaria y el esfuerzo conjunto, ya pueden saborearse los frutos.
Cíclicamente, la pieza acaba con un símbolo parecido al del comienzo. Los dos personajes están de pie sobre la mesa, pero ahora cargan un tremendo racimo de plátanos. Y ese verdor contra la blancura, tal vez el marchitamiento de los cuerpos, concreta la metáfora de la que hablábamos antes. Su visualidad resume toda la historia y, como imagen congelada en el tiempo y el espacio de la representación, resulta sumamente elocuente: Es el ‘pan nuestro’, y también un acto iconoclasta que pone en juego los imaginarios sobre identidad, masculinidad, así como los esencialismos de quienes se erigen a favor o en contra de cargar con una mancha. En manos del actor, el racimo se vuelve guitarra, objeto movible por toda la escena, y finalmente es desgajado para compartirlo con los espectadores. La obsesión nacional vuela por los aires en una contagiosa ‘pavera’, tan tierna, expresada en una enunciación tan simple: la vida es alegría, y su mejor celebración el hecho de sembrar lo que sea; la tierra; afectos; futuros; utopías. Ahí está la única salvación desde el punto de vista personal.
Claro, sería ingenuo pensar que un racimo de plátanos resolverá todos los problemas. Pero mucho menos lo hará el lamento eterno por la forma en que nos mancha, como tampoco regodearse en el secula seculorum llorenciano. ¿Acaso no podemos diseñar nuestras propias manchas, quizás de diversos colores y estilos, e incluso a veces sacarlas a pasear y dejarlas regadas, un poco ‘sin querer queriendo’? Pensemos en Freire y su idea de la libertad como organismo en permanente construcción, algo vivo, mutable, en tensión constante, dispuesta para ser moldeada por nuestro pensamiento y acción ¡Las manchas son demasiado imperecederas, absolutas!
Quizás fueran preferibles las ‘epitáforas’. Arcadio Díaz-Quñones utiliza un exergo para su ensayo La memoria rota; es un fragmento de Moisés y la religión monoteísta, donde Freud afirma que “la tradición es tanto más útil para el poeta cuando más incierto sea su contenido“. O sea, que esos resquicios que quedan entre los fragmentos de la memoria son oportunidades para poner en juego la creatividad, inteligencia, e innovación sin restricciones perpetuas. En tal sentido, las ‘epitáforas’ abandonan su signo mortuorio y permanecen como un grabado, señas memoriosas, marcas en el viaje. Son pistas que quizás nos recuerden lo extinto o pasado, pero que a la vez reviven la experiencia, figura, o metáfora a la que se refieren, a través de la permanencia de su huella. Aunque, repetimos, brindándonos la posibilidad de actuar creativa y libremente.
Eso es lo que pareciera ofrecernos Agua, Sol y Sereno: unos avisos y señales; esbozos, puntos de partida para que podamos decidir los diseños de las manchas que nos engalanarán. Sin embargo, los plátanos lanzados son muy reales, buenísimos para unos tostones. Otro amigo, Rubén, logró alcanzar uno. Él tiene diez años, y el resto de la noche se mantuvo orgulloso, esgrimiendo su pedazo de aventura, el alimento transformado en metáfora teatral. Incluso horas más tarde, saboreando un helado de Ben and Jerry’s, todavía pensaba en como disfrutaría comerse su platanote. Éstos son los espacios liminales que el arte delata en nuestro cotidiano, los extrañamientos producidos por una buena ‘epitáfora’ en el acontecer de las rutinas diarias. Entonces esos contrastes, y maravillas descubiertas, son las que nos desbrozan nuevas rutas para el pensamiento y la acción.
Dejemos atrás esencialismos, fundamentalismos, demagogias. En la movilidad de la reflexión y la experiencia, el debate constante, construimos libertades y podemos sembrarnos como individuos, germinar. Dichas experiencias nunca serán las mismas, ni para cada uno de los que las vivimos ni tampoco en la interpretación de su materialidad; serán otras cosas, filtradas por nuestra capacidad de reconstruirlas e inventarlas, voltearlas al derecho y al revés, generar nuevos imaginarios. Así el desempeño de un Don Cangrejario, y de quienes han pasado por sus tablas, nos ayuda a proyectar nacientes sentidos para la memoria. Esa también es la mejor cosecha de Agua, Sol y Sereno: un campo labrado de epitáforas, especie de migas de pan -que a la larga son el teatro, la danza, las artes plásticas- fundamentales para enrumbar nuestros caminos. Como el cangrejo santurcino, que corporiza la historia e identidad comunitarias; como el ritual de una familia que sólo intenta Comer, alimentar sus afectos, plantar la vida y luego compartirla.