Un niño corre con un ramillete de flores anaranjadas en su mano derecha y una bandera mono estrellada en su palma izquierda. Va tras la caravana que recibe a quienes representaron a Puerto Rico en los Juegos Olímpicos. Una reja de diamantes oxidados lo separa de la muchedumbre. Un pasillo alterno a la carretera se ha creado y desde ahí acelera, paso a paso, con sus dos puñitos cerrados. Cada cuanto reafirma su abrazo a los tallos de margaritas que sostiene y continúa. El cansancio no cancela la posibilidad de la carrera. A veces, su semblante pierde sonrisa y su mirada va al suelo, pero sus pies siguen en movimiento y las cuatro margaritas siguen justas en sus dedos.
Quizá se las pidió a su madre para su atleta favorito. Quizá esa mañana una señora fue a la farmacia o a la floristería y escogió el ramillete preciso para que su niño anduviera tras su deportista admirado. Quizá desde que el chico supo la fecha de llegada de su héroe se vislumbró regalándole margaritas. Quizá logró entregar el ramillete. Quizá no. Quizá las flores durmieron en la acera y hubo pisotones sobre ellas. Quizá sus pétalos danzaron en la calle a la luz de la luna o se filtraron por alguna alcantarilla y llegaron al mar.
Cuántas veces habremos de correr con ramillete en mano, sin certeza de la entrega.
Cuántas veces los pétalos y las hojas darán sentido a nuestros pasos.
Cuántas preguntas, y cuántas certezas.
Las flores también debieran ser bandera.
La ilusión cabe toda en un puño de pétalos.
El ahínco de un pueblo cabe todo en una mirada.
La historia de un país cabe toda en una foto.
Este pequeño no es para nada pequeño.
Este pequeño es inmenso.