Nota de la editora: este texto es el cuarto de una serie de cinco partes en las que escribiremos reseñas, odas, cartas de amor (o de odio), acerca de la música que escuchamos, la que más nos gusta y que nos ha influenciado.
Por más de once años, he viajado por los rincones de la Isla para trovar, regalando versos a mi patria, al amor y sobre todo, a mi gente. Sin embargo, esta vez fue diferente.
Cuando llamó Andrés, un gran amigo, dije accedía a cantar en Ciales. Tan pronto colgué la llamada, quise poder arrepentirme, pues el viaje desde Yabucoa tomaría casi dos horas, esto sin considerar que el tiempo se duplicaría con el regreso. Por suerte, Benji, un amigo músico recién llegado de Barcelona, se ofreció a ser mi chofer.
Después de varias paradas, nos dirigimos a nuestro destino. Ninguno había estado en el sitio antes, pero como todo buen músico, Benji tiene un excelente sentido de dirección y memoria.
Llegamos al lugar y confieso que no me percaté de qué se trataba la actividad hasta que entré. Me habían dicho que era un restaurante pero, sinceramente, aquello no parecía uno. Al entrar, sentí las miradas de todos los hombres puestas en mí. Claro, una mujer rubia, de ojos verdes y que no era local, era sangre nueva para los vampiros. Sin embargo, de ese tema puedo hablar en otro escrito.
Comenzamos el show a las nueve de la noche, puntuales, para no amanecernos en el restaurante. El sitio era como una marquesina abierta y gigante, con una buena barra en donde se vendían principalmente cervezas doradas porque, además de ser autóctonas, eran las más baratas. No estaba muy animada pues no era el público al que estoy acostumbrada. Sólo aplaudían cinco o seis personas que estaban sentadas en el banco del frente. Sentía que todos los demás estaban muy ocupados charlando con amistades, doblando el codo y jugando billar.
Sin embargo, algo inesperado cambió el panorama. No tengo idea desde cuándo, pero Julio César Sanabria se encontraba en la audiencia y tan pronto Andrés marcó el Seis Chorreao, el público lo animó para que se acercara a la “tarima”. Todos disfrutaban de mis versos, pero sé que estaban locos de que terminara para escuchar lo que Sanabria tenía que decir en una improvisación.
Mi corazón latía velozmente. Reconocí su presencia y registré que es un gran poeta, pero estaba dispuesta a soltar unos cuantos versos si era necesario para demostrar mi valía. En realidad, tenía que hacerlo por orgullo propio pues es típico que un hombre alardee de sus habilidades de improvisación.
Tan pronto terminé de cantar, el hombre me dio un abrazo y me dijo que le agradaba verme, que había crecido mucho. Le contesté: “que bueno, de veras que sí”. Esperaba que se hubiese referido a que he crecido vocalmente, mas mis sospechas de que no se acordaba de mí fueron confirmadas cuando le preguntó a la bongosera mi nombre.
El trovador comenzó a improvisar y mi cuerpo se estremeció. Fue como si un espíritu con carga eléctrica se hubiese apoderado de mi ser. Mi mente volaba, las rimas fluían y los versos saltaban de mi boca como si estuvieran locos por salir corriendo. Esa es la parte más difícil de improvisar, lograr que los versos se mantengan adentro, porque una vez los dices, se los lleva el viento.
El público estaba parado frente a nosotros escuchando detenidamente y celebrando la poesía de Julio César. Se notaba su alegría por tenerlo allí. De repente, sentí que era el momento. Me acerqué al micrófono y regalé unos cuantos versos que decían:
Hoy vengo y con valor
Me subo a esta tarima
A regalarle una rima
A este gran trovador
Julio César es un honor
Encontrarte casualmente
Y cantar un seis caliente
Junto con la gente mía
Regalando alegría
A Don Carlos y su gente.
El hombre se sorprendió y estoy segura de que en ese momento se dio cuenta de cuánto yo había crecido. Ya no era la niña que se paraba a cantar para que le aplaudieran.
Los aplausos no faltaron y mucho menos el cariño de la gente buena. Gente que se siente orgullosa de nuestro acervo cultural y lo vive diariamente. Gente que no tiene miedo a cantar un lelolai desafinado, con tal de echar a volar el alma y regalar alegría. Y así fue como recordé que no hemos perdido nuestra cultura: es un espíritu dormido que habita en todos, y cuando despierta, nos enardece y nos une.