Soy una mujer peluda. No porque tenga una maranta de pelo negro y lleno de vueltas que me llega a la cintura, sino porque literalmente soy una mujer peluda. Tengo vellos en los brazos, muchos, notables, oscuros; y mis batallas con los otros vellos, los que aparecen en lugares llamémosle indecorosos, me han hecho dejar una suma de dinero respetable en ABA y otra menos extravagante en medicamentos para la cara porque cuando comenzó eso del láser en Puerto Rico, las manos eran mucho menos expertas y las quemaduras en las comisuras de los labios, los pedazos de piel caídos de los cachetes y otras lindeces venían con el paquete.
Los pelos nunca habían sido un tema para mí hasta que a algún niño, más o menos como en quinto grado, le pareció una buena idea referirse a mí como la versión femenina de Teen Wolf. No lo culpo, la verdad, muchos niños sólo aprenden por asociación y la sensibilidad es un aspecto de la educación que muchos tardan años en recibir, cuando llega, si llega. Además, si mi memoria no me falla, la primera vez que me permitieron afeitarme las piernas —para el día de juegos de sexto grado—demoré casi una hora en la bañera y murió más de una navaja en el proceso. Creo que ese día descubrí el color de mi piel.
Con la adolescencia llegaron las hormonas y con las hormonas los vellos faciales. Imprudentes apariciones encima de los labios que por esas fechas comenzaban a descubrir el juego de colores de los pintalabios. En fin, una pésima combinación. También se alargaron las patillas y el vello ya era más bien un pelaje. Les parecerá que exagero, pero no, y estoy segura de que cualquier hermana en la peludez comprenderá.
Era dolorosa, costosa y frustrante la electrólisis. Horas de tortura, electricidad pelo a pelo —literalmente— para salir de allí casi igual y con poca esperanza de cambiar a no ser que tu tolerancia al dolor y tu bolsillo fueran proporcionales a tus expectativas de aquella pinza eléctrica del diablo. Mi papá no tenía dinero, pero siempre aparecía lo justo para llevarme de Aibonito a San Juan a aquellas sesiones. Hay veces que los hombres entienden uno que otro misterio de la feminidad o a veces el pelo arropa muchas cosas, incluso, ciertas formas de la complicidad. Luego vino la cera caliente, era inmediata, efectiva. Dolorosa sí, pero pasaba rápido y después era cuestión de andar por ahí con la cara roja por una hora y caso resuelto. Quizás por eso, al día de hoy, soy una de las personas con mayor tolerancia al dolor que conozco. Pero con todo y eso el pelo regresaba y lo hacía cada vez con más fuerza.
Por esas fechas, estaba en la universidad. Era más flaca y menos mujer, quizás por eso un ser humano pensó que era una buena idea decirme: “Oye, tú podrías participar en Miss Petite, sólo tendrías que depilarte los brazos y listo”. No recuerdo haber despreciado a nadie en la IUPI en tan poco tiempo como me pasó con él. También en esa época descubrí que para otros hombres —sobre todo señores muy mayores— el asunto del pelaje era una cuestión de fetiche. Los miraban fascinados y hubo alguno que hasta pidió permiso para sobrar mi brazo. No lo consiguió y al día de hoy me perturba su cara de fascinación ante una de las partes de mi cuerpo que más inseguridad y complejos me causaron en la adolescencia.
Pero llegó la era de hacerse mujer, de dejar atrás las pataletas y los rompimientos adolescentes con la madre, con el padre, con todo lo que remita al origen y entender lo que somos y lo que de nuestros cuerpos es nuestro mapa de vuelta a casa. Con esa mente abierta descubrí que, aunque creía que no tenía nada en común con mi mamá, que no me parecía a ella en nada y que éramos un par de opuestos irreconciliables, sucedió que le miré sus brazos con detenimiento. Son suaves y peludos como los míos. Son los primeros que me abrazaron y no creo que haya un par de brazos en el mundo más hermosos. También descubrí que, como ella, tan pronto tuve un poco de dinero, compré uno de esos espejos con aumento y un buen par de pinzas. Descubrí que prefiero el pintalabios y el esmalte rojo como ella, y que mi pasión por limpiar con Clorox viene del vientre. En mis brazos está su abrazo y todos sabemos que pocas veces el cuerpo nos hace ese tipo de regalos.
También con el hacerse mujer llega otro tipo de madurez, esa que te permite aceptar tus contradicciones y vivir en paz con ellas. Y no hablo de contradecirse en palabra y acción, sino de aceptar que nunca somos una sola cosa del todo. De ahí que me considere una mujer feminista, que creo que hay muchísimo que hacer en ese sentido, que creo en la solidaridad femenina como si fuera una religión y que donde haya que marchar a favor de la búsqueda de más justicia social para la mujer, donde haya que dar un paso en pro de más equidad en el trabajo, en el hogar, en la calle, ahí estaré. Pero también soy una mujer que construye nidos, que le gusta cocinar para mucha gente y para quien ponerse un delantal en la casa puede ser motivo de orgullo y que también sabe colgarlo y decir: “hoy no me toca”. No hago nada por decreto; lo hago porque quiero.
También —porque una cosa no cancela la otra— soy una mujer coqueta que no quiere cancelar ciertas fiestas de "lo femenino" por ninguna razón. Aprendí a amar el ir al salón de belleza, depilarme hasta los pensamientos, usar perfume, alargarme las pestañas, sentirme guapa de esa manera en particular. Será por ritualidad, por parecerme a mujeres que he admirado, porque sí. Y si bien respeto y veo con buenos ojos a quien decida lo contrario, yo quiero ejercer mi intelectualidad con tacones altos y labios rojos. No por complacer a nadie, sino porque me gusta y ya está. No quiero cancelar un aspecto intrínseco de mí, para entrar por fin a ese mundo en el que de mil en cien toman en serio a una mujer. Si no puedo hablar en serio con labios y uñas rojos, no es mío el problema.
No sé cómo llegué hasta aquí, pero toda esta diatriba es por culpa de los pelos, porque hoy que tengo 30 años, menos inseguridades, dos o tres certezas genuinas y un cuerpo que no es mi enemigo sino mi cómplice en tantas cosas, aun así, todavía tengo que lidiar con personajes que cuando ven una imagen lo primero que comentan es sobre si un brazo tiene o no más pelo del que debiera. ¿Cuánto pelo es suficiente pelo? La pregunta, un poco llana, tiene respuesta simple. Cuanto pelo como quieras, cuanto pelo donde quieras. Estoy harta de que me digan hasta cuánto pelo es preciso, de que tenga que sentirme mal por el tipo de feminidad peluda que ostento. Antes, pasaban estas cosas y practicaba esa cosa hermosa que también es la dignidad del silencio, pero ahora —quizás son los 30— aprende una también que hay frases estúpidas que merecen respuestas precisas. Hay veces en las que responder es una necesaria forma de la dignidad.
La autora es periodista y escritoria independiente.