
Te llama y tú respondes, inocente, para una entrevista. La voz del otro lado se quiebra con esa histeria controlada del periodismo, la nicotina y las deudas, la tuya se cubre con la inesperada chulería que la voz de ciertas mujeres te provoca. Se te curva la lengua para chupar el dibujo de las eles y las enes como si en algún probador sobreiluminado de Marshalls los pantalones de Nino Bravo te quedaran a la medida. Te proponen un lugar y una hora y una llamada de confirmación y tú dices que sí, sí a todo, haciendo uso de esa pasividad radical que te reprochan tus ex novias y te alaban los académicos. Para mitad de semana ya se te ha olvidado todo y cuando el día indicado la voz regresa estás en una barra de San Juan contándole a una directora de arte cómo se te jodió el esternón cuando le pediste a tu vecinito boliviano que te levantara las piernas contra un Cadillac. La entrevista se pospone, milagrosamente, para otro día, ya que el universo siempre prefiere una historia que incluya carros americanos y huesos rotos a una entrevista. Ahora será en La Ponce, te dicen, ¿sabes cuál es La Ponce? Claro que sabes. Cuando te toca subir la cuesta de la Ave. De Diego, porque la A5 y la B21 tienen una hora sin cruzar por sus respectivas paradas y un amigo fotógrafo te espera en Miramar para planificar un video musical en el cementerio de Villa Palmera, el pequeño cortazariano que vive en ti, con su pulóver color vino y manita deformada por la talidomina sale del hoyo en el que lo tienes a pan y agua desde que Alex Otero te metiera aquella pastilla verde en la boca el 31 de diciembre de 1999. Durante una década te has jactado de odiar a los cortazarianos, pero cuando la De Diego desemboca en el Buenos Aires que empieza a respirarse en La Ponce al tuyo la mano se le desenreda y alcanza con ella su pelo para estirarse y crecer hasta estar a la altura del maestro (más o menos dos metros) y ya ni tirándole alfajores dentro puedes volver a meterlo en su jaula, lujo chino en un Puerto Rico en el que el peatón es una quimera y el porteño es una mezcla de cibaeño y habanero. Las vitrinas vacías en las que Lezama vendió todos sus ceniceros hacen memoria y recuerdan a las muchachas que como flores de muselina y poliéster se reflejaban en la carota fría del vidrio, y a veces hasta entraban y salían felices con nuevos objetos y sonando zapatillas blancas de hebilla o plataformas de charol según la década que la nostalgia improvise. En otras vitrinas la iniciativa local ha logrado colocar motoras rojas, púrpuras y blancas, cascos protectores y jet skis, tierno avance en una carrera supuestamente perdida contra la iniciativa multinacional gringa, que en La Ponce, gracias a un modesto deterioro de las cadenas y a la gracia con que esta calle enmarca lo que se le tire, hasta te gusta. Estas 4 o 5 de la tarde no te agarran camino al estudio de Tristán, sino en la parte de atrás de una scooter Derbi que Muki le compró a una venezolana en Trujillo Alto por 400 dólares y un printer, camino al apartamento de un amigo de la entrevistadora, que te ha vendido la luz de la terraza del mismo con maña de becario de agencia publicitaria. Es decir, que te explicó el tiro de la cámara por teléfono, los cristales que estarían detrás de ti, las grúas amarillas que cubren el cielo de toda el área metropolitana y la brisa que le da a to’ el mundo to’ el tiempo. Cuando Muki y tú aterrizan frente al Higüeyano te das cuenta. No te has puesto el casco protector, tu cabeza sin casco ha venido desde tu casa explicándole a Muki quién es Oggún, sin que ningún policía las detuviera derramando sobre ustedes la sustanciosa multa que esto supone. La tarde se precipita y descubren el edificio al que van, un elefante hermoso que abre un ojo de donde sale una cabeza con melena y dice adiós con la mano, allá arriba abre la puerta el dueño de la casa y detrás de él Changó y los guerreros y algo te mete mano como cuando de pequeña encontrabas debajo de tu cama la pierna de Barbie que habías lanzado para divertirte por encima del muro hacia la casa del vecino. La entrevista comienza muy pronto y la terraza es tan bonita como te la describió la mujer que ahora te pregunta tu nombre, y el tiro te recuerda la entrevista que calcara Bardem en Before The Night Falls y recuerdas que fuiste a ver esa peli con la única que te ha roto el corazón y que al salir del cine dijiste que la peli era una mierda porque el amigo cubano en la fila de enfrente también lo dijo y ellos siempre saben más que uno. Y de pronto toda el boost Martín Fierro de La Ponce muestra su acomplejada cara de cajera dominicana, violento zahir que en un segundo escribe la novela total y al otro un jingle para Listerine. ¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Pregunta el zahir, pidiendo un mordisco que delate bajo el oro el dúctil chocolate de todos tus amores. Te ves enamorada de Layla, en noveno grado, escribiéndole poemitas absurdos que tu primo firmaba para ganársela y ganártela, piensas en la bonanza económica que te agenciaron los trabajos que ponía el profesor Rafael cuando estuviste haciéndole la tarea (sonetos, décimas y versos libres) a los 36 estudiantes del segundo B del colegio Calazans a 5 pesos el poema durante los meses que estuvieron estudiando el género. Piensas en Juan Antonio Alix y en Mi Vaso Verde. Piensas en tío Orlando y en Mark Twain, en tu mamá leyéndote El retrato de Dorian Gray para que te durmieras y en tu tío Otto explicándote una ilustración en la que un chico metía una cabeza llena de culebras en un macuto. Piensas en esta última y respondes que la primera, que escribes por necesidad, pateando disimuladamente las culebras en tu mochila, que locas por salir a comer grúas, terrazas y micrófonos inalámbricos se remenean haciendo que el cameraman se ponga malo, que las baterías se agoten y que la entrevistadora -más nerviosa aún que cuando te llamó la primera vez- comience a preguntarse si debería tirarse del techo, pensamiento que puedes ver dibujado en el aire y que te provoca levantarla por la cintura y colocarla sobre la mesa para, en un ejercicio de extrema articulación, respondérselo todo con lujo de detalles frente a todo el mundo. Pero para virtuosismos de tan vilipendiada alcurnia hacen falta esos proveedores que en Santo Domingo te bailaban la maricutana por un saludo y la jeta que a tus 24 te agenciara un close up más de una vez. Ahora sabes bregar con culebras y sacando una, pequeñita, que podría pasar a los ojos de todos por tu correa, te la ciñes alrededor de la cintura haciendo que muerda su propia cola, preparando una respuesta a la altura de las circunstancias, tu interlocutora, el público presente y las lucecitas que a esta hora encienden, con diminuta suculencia navideña, toda la Ponce de León.