El lunes 24 de noviembre, en dos funciones en el Anfiteatro de la Facultad de Arquitectura, Viveca Vázquez presentó un nuevo trabajo en colaboración con Sally Silvers, la coreógrafa radicada en Nueva York con quien, desde comienzos de la década de los ochenta, comparte un proyecto artístico similar. ¿Bailando el género? es la pieza que culmina el curso de Danza/Teatro y Género que ha estado impartiendo la Vázquez en el ciclo de Humanidades en Acción del Programa de Estudios Interdisciplinarios que dirige Rosa Luisa Márquez en la Facultad de Humanidades. Para la visita a Puerto Rico de Sally Silvers se contó con el co-patrocinio del Programa de Estudios de la Mujer y el Género, de la Facultad de Estudios Generales, que dirige Mara Negrón. Desde el 19 de noviembre, ambas coreógrafas estuvieron ensayando contra el tiempo, en jornadas de 6 horas diarias, un conjunto de piezas alrededor del tópico de bailar el género que demuestra lo que puede lograse cuando la energía y la curiosidad de los cuerpos dúctiles y anhelantes de los estudiantes se entregan al diálogo experimentado de dos artífices del movimiento. El programa comienza con un solo breve y puntual de Sally Silvers, que entra a escena en silencio y de inmediato nos inserta en su mundo de ademanes y piruetas, un mundo descolocado, fuera, no sólo ya de la sintaxis tradicional de la cultura de la danza, tan al servicio de la música y de la armonía, sino fuera, sobre todo, de los movimientos automáticos de la cotidianidad con los cuales olvidamos que tenemos un cuerpo. El sonido aparece a los pocos minutos, con una grabación de una danza puertorriqueña tocada por un conjunto de cuerdas. A veces, el cuerpo parece sentir la nostalgia de otro cuerpo y se toca como si otro lo tocara, en un amago constante de compañía, como si el solo de la bailarina prometiera una pareja que no acaba de aparecer. En otro momento, el cuerpo se pega a la pared trasera del escenario, marcándola con las manos, aferrada al punto de apoyo más elemental. La música de la danza, que es música hecha para el baile de parejas, funciona en este contexto como un contrapunto lejano y atávico para el movimiento, que sigue siendo solo sin llegar a ser solitario. Se percibe que entre la música y la danza hay un espacio, un muro. En un momento dado la música cesa, pero el cuerpo se sigue moviendo. El cese del sonido es abrupto, y escuchamos de repente el jadeo, ese otro sonido interno de la respiración de la bailarina, que se hace ahora tan presente como su movimiento. Enseguida entran los estudiantes/bailarines, unos quince, en dos filas desde cada lado del anfiteatro. Se sientan en el suelo, con la cabeza en las piernas, entre el escenario y las dos primeras filas del anfiteatro, que han permanecido vacías. En escena, dos bailarines comienzan a tocarse, primero, a ellos mismos y luego, poco a poco, el uno a la otra, al principio tentativa y enseguida ansiosamente. Lo que sigue, en el resto del programa, es un conjunto de piezas que teatralizan el aparato gestual de la criatura humana, comenzando con el silencio y la caída en el sueño. En un contraste dramático, los cuerpos entran a escena como si fueran simios, casi cuadrúpedos, y de momento entran en pose, cada uno con una expresión fija y distinta, de asombro, de horror, de pudor, de escándalo, de admiración. Luego regresan a la postura primitiva, pierden la concentración de la pose y se instalan en la mirada extraviada del principio, oscilando entre el gateo y el fronte.
Los cuerpos de estos bailarines vienen en todas las tallas: flacos, gordos, altos, bajitos, macizos, etéreos. Estudiantes primerizos del curso de Viveca comparten el escenario con bailarines ya duchos en su estilo: Pepe Álvarez, Veralba Santa, Gandul. No se parte ni de un vocabulario autorizado, ni de una estética de lo bello ni mucho menos de un cuerpo correcto. Al igual que en Taller de Otra Cosa, el grupo de danza-teatro que Viveca Vázquez funda en los ochenta con Teresa Hernández, Alejandra Martorell, Javier Cardona y Eduardo Alegría, (entre otros), la práctica del movimiento surge de la improvisación y del proceso de refinamiento de esa improvisación. Para Sally y para Viveca la coreografía parte, también, de cierta comicidad esencial del cuerpo, de sus faltas y sus defectos, de la lucha constante contra la gravedad, de la competencia entre los cuerpos, del deseo de un cuerpo por el otro. Lo sublime parece surgir siempre de la posibilidad permanente de lo ridículo. Los movimientos son exagerados y tendenciosos, a veces abiertamente genitales y procaces, como si el animal humano fuese ante todo una figura de la extravagancia, siempre a medio camino entre la torpeza y la precisión, entre lo accidental y lo deliberado. Un momento particularmente crucial ocurre cuando los bailarines se sientan en dos filas, una en el borde del escenario, la otra en la primera hilera del auditorio. Se miran fijamente y cada cara frente a la otra se convierte en un espejo que los paraliza momentáneamente. De pronto, entra la música cadenciosa y pendenciera de un tango de barrio y todos empiezan a cambiar de asiento, como en el juego de las sillas musicales, al mismo tiempo que van entrando a escena, moviéndose con estocadas rápidas desde el torso hacia el frente, mientras Veralba grita frases como “give it to them” o “I don’t know who did it”. Algunos de ellos empiezan a hacer el ademán del que fuma un cigarrillo, pero no pueden aguantar el humo en los pulmones y terminan tosiendo. Hay algo torpe y elemental en estos movimientos, algo que nos enfrenta con su fondo precario y vulnerable. En otro momento, las parejas se conectan por la espalda y van averiguando que, para desplazarse, se necesitan el uno al otro. La naturaleza social del cuerpo nunca se presume como un dato. El cuerpo la va descubriendo, va percatándose de la presencia indispensable del otro cuerpo como soporte, como punto de apoyo, pero también como un cuerpo otro, distinto del suyo. Todos los bailarines visten de negro, lo que acentúa la forma específica de cada cual, el cuerpo de cada uno reducido a la línea que dibuja en el espacio. El sonido entra y sale, sin sincronizarse nunca del todo con la coreografía. Puede ser una canción de rock, una conversación en portugués, o un ruido disonante. Estos bailarines no bailan al compás del sonido, ni para el sonido. El sonido es otro elemento más, a veces como si fuese un comentario paralelo al movimiento. El movimiento parece venir de sí mismo, como un impulso propio. El programa termina con los bailarines de nuevo en los costados del anfiteatro, en dos filas paralelas. Esta vez se miran desde ambos lados y nosotros, el público, estamos ahora en el mismo medio, ocupando el campo magnético donde se cruzan sus miradas, sus gestos y sus deseos. Todo sonido ha cesado. Un silencio cargado inunda la sala. Cada uno de los bailarines mueve los labios y pronuncia letras del alfabeto en silencio, haciendo la mueca de la vociferación, lanzando de un lado al otro del anfiteatro un grito hueco y sordo, como si la distancia que media en el centro, en ese espacio que ocupa el público, fuese una distancia dura e implacable.