Sueño de niña. Inocente ilusión. Edad tierna. Juventud brillante. Mujer. Un día se levantó sabiendo que su femineidad era un regalo y que algún día haría a un hombre feliz. Pensó que perdería su virginidad con su primer amor, cuando fuese, pero totalmente enamorada. Ese día, como cualquier otro, salió con su novio de octavo grado a pasear. Seis brazos la amarraron repentinamente desde las sombras. Su pareja fue inmovilizada contra el suelo y los seis brazos de los tres hombres se turnaron para arrebatarle su pureza de 13 años. Fue vulnerada repetidamente. Cerró los ojos, respiró profundo y permitió la agresión para no perder la vida. Sin entender aquel punzante dolor, las lágrimas le mojaron las mejillas y sintió miedo. Así me lo contó, pero con más frialdad. Y con una sonrisa que disfrazaba la vergüenza que aún sentía. Allí, saliendo de los portones del décimo grado, la muchacha que luego se convirtió en mi mejor amiga me confesó que hacía unos años había sido violada. Lo calló. Siempre lo calló. Solo sus amistades cercanas y su ex novio, que lo presenció, sabían del “imprevisto”. Su madre, al sol de hoy, hasta lo desconoce. Pero, no es eso lo que levanta mis banderas de preocupación. Esa ilusión de amar, con quien se hace el amor, se esfumó de su conciencia con cada penetración indeseada de cada hombre sin corazón que la tocó. Eso de disfrutar un acto de intimidad porque se quiere amar con ganas, pasión o por diversión desapareció con cada “caricia” ajena de aquella noche del octavo grado. ¿Cómo puede arrebatar un hombre la intimidad de una niña? ¿Qué hombre es capaz de mirar a los ojos a una mujer desconocida y ultrajarla por la gratificación momentánea del sexo y nada más? ¿Cuán egoísta hay que ser? ¿Cuán desesperadamente necesitado de placer hay que estar para irrumpir la tranquilidad de una persona y marcarla por vida? ¿Cuán depravado de la mente se tiene que estar?
Cuando se abusa de una mujer, se quebranta su vida, su capacidad de confiar y amar, su autoestima, su salud y hasta su sanidad. Sean niñas como mi amiga, jóvenes como las universitarias recientemente afectadas o mayores, cuando se viola una mujer se viola su conciencia. Unas lo superan, encuentran paz y juegan a confiar hasta que lo consiguen. Otras cuantas, guardan el recuerdo del calor intruso en una vieja caja de malos momentos dentro de su inconsciente y viven la mentira de que nada nunca pasó. Otras tantas se ven obligadas a cargar la prueba de la ocasión durante nueve meses. Y hasta hay quienes ejercen su derecho a escoger y abortan la memoria en una camilla fría de matadero disfrazado de hospital. Pero hay algunas, como mi amiga, que rondan de cama en cama sin encontrar lo que perdieron una noche, sin encontrar cariño sincero o no poder reconocerlo. Se pasean de hombre en hombre teniendo sexo sin amor, por tenerlo, por hacerlo, porque no le queda más remedio. Hace unos años, mi amiga se encontró cara a cara con un par de los seis brazos conocidos acompañados de unos ojos que no había podido olvidar. Él la miró desde el lomo del caballo que montaba y sonriendo le dijo “yo fui el que te ayudó a recoger tu ropa”. Pálida, ella corrió hasta caer en mis brazos y los de otra amiga. Lloró. Recordó. Perdonó. Pero nunca olvidó.