La primera vez que Alejandro Zambra llegó a Puerto Rico lo hizo sin maletas. Esta vez, la segunda, no hubo contratiempos. Aterrizó con su equipaje. Y con él viajaron varios ejemplares de “Facsímil”, su última obra, la más personal. Ahí está Alejandro, Alejandro Zambra, patillas largas, camisa gris. En una mano sostiene una taza de café, blanquísima. La mano libre teclea, no para de teclear. Quien lo viera, sentado al borde de un sillón en el lobby de este hotel en Manatí, vería eso: un hombre con la mirada clavada en su computadora toma café y teclea. No para de teclear. “Si no escribiera, andaría más nervioso”, dirá más tarde.
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) transforma esos nervios en libros de una belleza difícil, precaria, sutil. Primero fue la poesía: “Bahía inútil” y “Mudanza”. Hasta que llegó “Bonsái”, su primera novela. Siguieron “La vida privada de los árboles”, los ensayos y columnas compilados en “No leer”, “Formas de volver a casa”, y la colección de cuentos “Mis documentos”. Su obra, toda, elude las etiquetas, entremezcla los géneros. O los reinventa a su modo.
Alejandro tiene cuarenta años, es fanático del club Colo-Colo y propenso al humor pícaro, “chillanejo”, le llama él, en referencia a esa ciudad ubicada al sur de Chile de donde es oriundo, además, el poeta Nicanor Parra. Nació en plena dictadura, se crio en Maipú y mira a los ojos cuando habla. De niño su abuela le hacía cuentos terroríficos sobre el terremoto de Chillán de 1939, es profesor de Literatura en la Universidad Diego Portales en Santiago y fuma. Ya no bebe, fuma. Al final de esta entrevista sacará una cajetilla arrugada, arrugadísima, y fumará.
“Podría no publicar nada más. Para mí la escritura es un espacio que está absolutamente desligado de cualquier obligación. Y lo hago porque lo necesito. Porque en el fondo no puedo no hacerlo”, dice de entrada.
Escribir no es sinónimo de publicar. Y Alejandro, sin embargo, acaba de publicar “Facsímil” hace un par de meses (Hueders, 2014). Todo nació como un juego. O como otro libro que terminó siendo este. En él, coloca la vara más alta y ofrece un texto cuyo germen halla su lugar en la experimentación formal. “Los géneros literarios son como camisas que te quedan grandes o chicas. Cuando terminaste el libro es porque ya tiene la forma de tu cuerpo. Para bien o para mal”, elabora, y se acomoda en el sillón.
“Facsímil” toma como referencia la Prueba de Aptitud Académica que se utilizó en Chile durante muchísimo tiempo para poder ingresar a la universidad. Alejandro comenzó a jugar y rellenar ese examen que tomó en 1993 y supo que en ese formato, y en su contenido, se escondía algo. “Quería poblar esa estructura”, cuenta. ¿El resultado? Un libro lúdico. Casi un cuaderno de ejercicios. Plagado de espacios por llenar, selecciones múltiples que ponen a prueba al lector. Como si leerlo fuese una prueba para ingresar a alguna parte. A saber, al mundo Zambra. “Facsímil” trenza el humor con una nostalgia feroz, tan feroz como el smog de Santiago. A media voz, no queda muñeco con cabeza.
“No hay experiencias verdaderamente individuales, verdaderamente privadas, verdaderamente íntimas. A la vez que todas las experiencias sociales, colectivas, las experimentamos de forma individual”, dice Alejandro. Precisamente eso logra su nuevo libro. En él lo privado y colectivo, o su imposibilidad, se funden. Y emergen las relaciones de familia, la clase media, un dictador llamado Augusto Pinochet, el conservadurismo de la Iglesia, un sistema educacional coercitivo. En fin, el tiempo que le tocó vivir. “Este libro es súper personal. Puras cosas que me importan”, agrega.
Aunque dice andar siempre nervioso, conversa con paciencia. Elige de a poco las palabras. Esas que utiliza, más allá del creador, para criticar la sociedad chilena, el sistema de enseñanza, así como la corrupción y posterior impunidad. “Van a pasar muchos años antes de que la educación en Chile mejore”, vaticina. Esto a pesar de la gratuidad universal en materia educacional que se discute en estos días.
Ese rezago, marca de muchos de nuestros países, se lo atribuye en parte a la empobrecida imagen que en la sociedad tienen los educadores. “Falta entender el conocimiento como un desafío y no como una transferencia de datos’’, añade. Del mismo modo que lamenta los atrasos en cuanto a educación, celebra, de otra parte, el veredicto reciente en torno al Caso Penta y la encarcelación de altos funcionarios de cuello blanco por delitos de corrupción en el país andino. “Yo creo que el que estén estos señores millonarios presos es una alegría”, sonríe, sin ingenuidad. “Estas semanitas que llevan estos señores en la cárcel era una cosa inesperada, pero no significa nada tampoco. Es un símbolo. Demuestra también los vicios de una democracia determinada por unas campañas obscenas”.
Esos vicios potenciados por una Constitución redactada bajo la dictadura, cuyos cambios han sido apenas maquillaje, son en parte los temas que retrata su trabajo escritural. O, más que temas, las obsesiones que acentúa. En Chile, contrario a otras geografías, no es pecado referirse a un grupo de escritores como una generación. Máxime cuando esta opera, con voluntad o no, a modo de bisagra. Máxime cuando se habla de transición. O cuando esa transición ocurre a medias. O a cuartas. Un eufemismo como cualquier otro.
“Éramos una generación a la que le había costado mucho decir nosotros. Y a la vez estaba reacia a decir yo. Estaban esas dos fracturas de la primera persona”, dice Alejandro en referencia al desdén con el que se trató a muchos de los llamados hijos de la dictadura. “Había un deseo de narrar desde ese lugar”, continúa. “Ese era el tema de ‘Bonsái’. Los bonsáis son árboles a los que obligaron a crecer de una determinada manera”, remata.
No ha de sorprender que una de las primeras novelas que inauguró la llamada literatura de los hijos en Chile lleve por título “En voz baja”, de Alejandra Costamagna. “Mi generación es la que empezó a desconfiar de todo en rigor, del amor; de los discursos totalizadores de toda especie; de la familia y de la bondad de los demás”, enumera, y vuelve a acomodarse en el sillón. Habría que añadir que desde hace poco despunta otra especie de generación: la de los hijos sin hijos, de la que Alejandro también forma parte.
Ahora estira una sonrisa. “Ya es un poco triste a los cuarenta años definirte como hijo”. Alejandro se ajusta la camisa, cruza una pierna. Y agrega, serio, ya sin ironía: “A nosotros nos costó un montón matar al padre. O al contrario, fue muy fácil, porque si el padre no había sido un héroe, era muy fácil matarlo. Entonces ya no tenía sentido matarlo. Y si había sido un héroe, no podías matarlo, porque ya estaba muerto”.
A esta altura suena una canción de Cesária Évora. Antes sonó una música electrónica. Alejandro, un nervioso contenido, pide permiso para salir.
–¿Vamos a fumar un cigarro?
–Dale.
–Para que veas mis smoking skills.
De una cajetilla arrugada, arrugadísima, saca un par. Rubios. Y aspira. Termina ese, enciende otro. Al rato dirá, risueño, aspirando: “La literatura es como un pulmón. Claro, la idea del pulmón suena muy optimista. Nos fumamos uno y nos queda el de la literatura”.