Todo empezaba y yo partía. A las 2 de la tarde Olga Tañon se alzaba con su voz, mientras mi vuelo regresaba de esa isla hacia la mía, la otra ala del pájaro. Viví una semana entre preparativos para el ansiado evento en la Plaza de la Revolución. La Ciudad de la Habana se vestía de blanco en medio del sudor que insistía en la fresca indumentaria pacífica. Se buscaba la conquista de la Paz sin fronteras. Entre esperanzadores preparativos cubanas y cubanos se movilizaban desde lejanas provincias para impregnar en su memoria semejante encuentro. A través de inagotables visas aventureros y aventureras del mundo invertían en pos de la solidaridad internacional. La ilusión llegaba en autobuses repletos de espectadores mientras el itinerario del evento continuaba creciendo. Cada vez se incorporaban más artistas y se adelantaba, para que todos participaran, la hora de comienzo. Mientras la mayoría de las calles principales fueron cerradas para facilitar el paso de peatones, los comercios en la periferia pusieron candado más temprano.
La multitud de un millón y medio de personas esperaba con ansias sentir la vibración de las cuerdas de Silvio Rodríguez, quien no se había presentado públicamente desde hace cuatro años. Con el fin de celebrar una masa homogénea, quedaron enrolladas las banderas nacionales, el ícono por doquier. Solo el blanco ocupaba la imaginación y el sentir. Quienes no pudieron asistir permanecieron de frente a sus pantallas bailando y aplaudiendo según desfilaban los valerosos y valerosas artistas. Y así el mundo entero también fue testigo, el Globo terráqueo palpó la energía de aquel recinto. Un día que marcará un antes y un después en la historia musical de resistencia. Fueron siete días los que estuve en Cuba, y, de ellos, 3 en La Habana. Los mismos bastaron para sentir el furor de un anhelo a satisfacerse, de un reclamo a las voces que unen semejantes personas. Debido a la programación de mi regreso a Puerto Rico, para ese domingo no pude dejarme seducir por la blanca euforia. Cuando abordaba, entre sutiles pero distraídos tratos, los empleados y empleadas del Aeropuerto Internacional José Martí, me despedían mientras sus miradas se escapaba a la pantalla de televisión a mis espaldas.