De entre una oscura sala del Teatro de la Universidad de Puerto Rico (UPR) emerge con el esplendor de las luces el escenario de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico. Sus decenas de músicos, al filo de las ocho de la noche, esperan a su concertino, probarse en 4.40 y dar pie al 60 aniversario del Festival Casals. La promesa del programa hacía esperar –además de lo mejor- un inicio triunfante de Strauss y un final extrañamente aun más jubiloso con Ravel. Pero en el ínterin, la sobriedad, la finitud de la vida y la poesía de lo vivido sonarían con elegancia.
El director titular de la orquesta, el chileno Maximiano Valdés hace su entrada entre sonoros aplausos, lo usual. En ocho años ha merecido el respeto y afecto del más otoñal y más primaveral público. A la siniestra del proscenio, Andrés Mojica, el organista puertorriqueño que volvería a hacer vibrar los tubos de ese legendario órgano del teatro.
Vibran los asientos, desde el último asiento de la segunda planta, hasta el primero justo detrás del maestro Valdés. El vibrar de ese espacio es la forma en la que la música toca la piel, la acaricia y la frota, como un amo con la panza de su perro. El sonido, el que estremece, es de la autoría del alemán Richard Strauss. Es un Preludio festivo, de hecho.
La melodía es, a propósito, la obertura a un festival que celebra el heroísmo y la triunfante figura de Pau Casals, aquel catalán que, con su violonchelo, se enamoró de Puerto Rico y le regaló una orquesta y un conservatorio, sin olvidar el festival. Strauss habría escrito el preludio para la inauguración de la Casa de Conciertos de Viena (Konzerthaus) que albergaría también un órgano Rieger Orgelbau, el más grande del entonces Imperio Austrohúngaro, según el estudioso Noel Torres Rivera. Su estreno fue ahí en 1913, al mando de su compositor como director musical.
El órgano ameniza en las primeras secciones, junto a una vigorosa sección de vientos, que da la certeza de que su cantar barrunta un festival ensoñador. Suena el órgano dos o tres ocasiones más antes de iniciar la coda, en la que hay un retorno a ese vibrar afectivo que orquesta Mojica. Un retorno al sabor de triunfar.
El público aplaude. También tose. Existe en estos conciertos, y no es de chistar, una tosedera que bien no se sabe si es inoportuna y majadera. O, lo que es igual, adrede y eso, majadera. Tampoco se sabe si es una desafortunada carraspera o ganas de molestar. Aunque eso último se le debe adjudicar al que hizo sonar sus bombitas de chicle cual ametralladora revoltosa. La gente murmulla porque, imagínense, mascar chicle y hacer esos ruidos no está en la etiqueta sinfónica, es motivo de escándalo.
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El escándalo, sin embargo, pasa sin ton ni son cuando llega a la tarima la soprano estadounidense Christine Goerke. Luciendo un traje verde châtre y negro, con un discreto escote y su rojizo cabello recogido, la afamada cantante entona Las cuatro últimas canciones de Strauss. La pieza es un recordatorio de la cualidad humana de su compositor. El mismo con el que iniciaría triunfantemente un recital, le daría los acordes de la música de la muerte. Strauss compuso estas piezas, literalmente sus últimas, en la postrimería de su vida. La vida no le alcanzó para escuchar el estreno de lo que él imaginó sería la música del otoño de una vida. O tal vez esa era la música que el peso de los años le estaba susurrando.
Originalmente, las piezas no fueron ideadas para ser un ciclo. La decisión se tomó luego del fallecimiento del artista. Y parecería lógico su orden. Sus canciones, Primavera, Septiembre, Al ir a dormir, En el crepúsculo, evocan el paso muy de prisa de la vida.
Al final de cada pieza, el público tiene unas ganas casi incontenibles de aplaudir –y de seguro también de ir al baño- la belleza y, sobre todo, la honestidad de Goerke interpretando las sublimes notas de Strauss. Solo recuerdan que se está vivo y en la Tierra las melodías vivarachas de los celulares de algunos, y el rechinar de cada notificación de Facebook de alguno que otro asistente. Eso le resta a la experiencia. Goerke trajo en su garganta algún ramito de nubes que ofrendó al público, y que el público le devolvió en una ovación de más de dos minutos. Sus aplausos olían a encore, pero había un programa por seguir. Tocaba el tan esperado intermedio para quienes padecían de una urgencia urinaria.
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Tras el alborotoso intermedio, un estreno. Del compositor boricua Roberto Sierra sonaría su Sinfonía número 5 “Río Grande de Loíza” en una ocasión muy especial, el marco del 102 aniversario del natalicio de Julia de Burgos. Es una pieza de cuatro movimientos, escrita para coro y orquesta. Por eso entra la Coral Lírica de Puerto Rico. Aguardan por la señal del maestro Valdés, el siempre muy aplaudido.
Endecha y Súplica, sus primeros dos movimientos son nada más que el Río cantando su pesar, el preludio a un enamoramiento. Son los primeros pasos para enamorarse del Río como una vez le sucedió a Julia. Es un dejarse llevar. Los acordes, según su compositor, “responden a lo expresado por la poeta puertorriqueña”. Y es que el poema aparece propiamente en el último movimiento.
Tras el texto de la Súplica, escrito a modo de reflexión por la esposa de Sierra, Virginia, suenan las Visiones. Es una parte que de acuerdo a su compositor “hace de puente entre la Súplica y el último movimiento”. Para lograr tal efecto, la música recoge la etérea poesía de Burgos que transmite dolor, tristeza y desesperanza.
Y al último movimiento en un delirante crescendo el poema, en las voces de la coral, dice todo lo que la música expresaba en ese momento.
-¡Río Grande de Loíza!… Río grande. Llanto grande.
El más grande de todos nuestros llantos isleños,
si no fuera más grande el que de mí se sale
por los ojos del alma para mi esclavo pueblo.
Los aplausos llenan el teatro. Sierra saluda al maestro Valdés. También Jo-Anne Herrero, directora de la Coral Lírica. Y los aplausos siguen, persistentes y bien merecidos. Tal estampa parecía el final de la velada, pero quedaba algo más. Algo que quitaría la sobrecogedora hermosura musical de la desesperanza de aquel poema.
La Suite número 2 de Dafnis y Cloé de Maurice Ravel cerrarían una velada de intensas sensaciones y emociones con sus tres partes: Amanecer, Pantomima y Danza general.
La primera da un atisbo de una mañana. Los pájaros, el flautín y la sutileza de los violines abrazan las almas del público. Es una sensación muy similar a la de los cuentos de hadas, fantasiosa. La Pantomima dibuja el virtuosismo de la flauta y la Danza general, con demasiado júbilo, culmina la función y comienza el festival.
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