Lunes. Primer día de clases en Río Piedras, después de María. El día está azul y verde. Como siempre: llevo amor en mi mochila. Y en los bolsillos: la empatía, el respeto sagrado, la libertad, la ternura, la poesía. A veces también albergo flores; tantas que se me desbordan de los bolsillos y dejo una estela multicolor por donde voy.
Me traslado al café del Centro Universitario. “Sí, buenos días. Dame un café para llevar y un librito para colorear”. Me siento en un banco de la Facultad de Humanidades a pensar cómo encarar este regreso a clases. Otro cambio de rutina. Con poco dinero, sin hospedaje, con apenas nada. Me convenzo que sólo con el amor es posible volver a darle al mundo lo que necesita de mí.
El amor es mi tendencia política y mi manera de estar en el mundo. De él rebosa todo lo que tiene alas, música, color, ritmo; todo lo bello de nosotros los humanos. Los humanos que nos creemos tanto… y apenas somos unas hormiguitas perdidas en el infinito. ¡Quizás la Tierra sea el planeta más bruto! Ni siquiera somos la especie más inteligente; debemos aprender alguna cosa de los delfines. Es ineludible.
Eso sí: somos feos y hermosos; geniales y despreciables; luz y sombra. Tenemos el potencial de aflorar los dos aspectos. Podemos ser egoístas, enajenarnos, vivir para nosotros mismos, ser prepotentes. Esto significa seguir nuestros instintos más bajos; el florecimiento del bruto, de la bestia que todos llevamos dentro o podemos, sencillamente, apostarlo todo al amor y ser hermosos. También podemos comenzar a ser hermanos y compañeros de este viaje que dura un segundo.
De la copa del amor se derrama la empatía; esa capacidad de sentir por el otro. Sin la empatía somos lo más bajo, lo más vil, lo más detestable. Del amor se origina el respeto, la escucha, la bondad, la comprensión, la ternura. El amor es la aurora de todo aquello que nos hace humanos, que nos hace gente. Es la ilusión que más adeptos tiene en el mundo.
Adoptemos, pues, la consigna de apostarlo todo al amor. Bastaría que empezáramos a encontrar ridícula esa excesiva rigidez del cuerpo y del alma. Quitar (¡de una buena vez!) esa cara de odio a no se sabe qué. Bastaría con cultivar el autocuidado, con ser indulgentes y buenos con nosotros mismos (¡porque nadie puede dar a otros lo que no tiene para sí!)
Debemos amar, dar de uno mismo, sonreírle al otro, que es una continuación nuestra; decirle «hola», agregarlo. De igual forma, procurar ser buenos, así como hacemos a principios de año o cuando se muere alguien. Si acogiéramos esa dulcedumbre de jalea para siempre: ¡cuán bonito sería el mundo!
Si se nos hace muy difícil ser un tilín mejores, propongo empezar por aprender a soltarle un piropo -salido del corazón- a una flor, a una colina, a una noche azul, a un gesto, a un abrazo, a un pajarito.
Encontrando belleza y poesía en las cosas simples: se nos quitará poco a poco todo lo malo, lo feo, lo despreciable, la parte abyecta o innoble de nuestros cuerpos y almas. Al descubrir la belleza das un viaje a la alegría. Si aprovechas la estancia: ensanchas tu corazón y le colocas algunas estrellas, le pones un par de alas y vuelas. ¡Les convido a ser más alegres!