Miro sobrecogido desde los quiebrasoles que dan al pasillo de mi oficina el lamentable espectáculo. Afuera se extiende la construcción de una infame plataforma de asfalto para estacionamiento. Precisamente se levanta en lo que estaba designado a ser la “entrada” del Recinto de Río Piedras por la avenida Barbosa frente a la Facultad de Estudios Generales.
Resulta paradójico que sea un emplazamiento tal el que nos reciba.
La entrada es un espacio investido de sentido: como signo nos brinda el acceso, nos acoge a la llegada, nos indica que dejamos un afuera y nos internamos en un adentro, marca espacialmente un tipo de territorialidad. Es un signo de paso, de transición, por tanto, tiene un tipo de tonalidad ceremonial.
Como espacio que permite el acceso adquiere la retórica simbólica de la puerta. Es un lugar de paso entre dos mundos, marca la diferencia pues es un signo iniciático. Desde el ángulo de la dinámica de atribución de sentido, se constituye como un tipo de significante de la identidad del espacio al cual se entra. Y precisamente ahí, precisamente en la entrada, se coloca uno de los emplazamientos emblemáticos de la modernidad que afirma todo un orden político-cultural.
Sabemos que los signos no son indicadores pasivos, sino que intervienen en los cursos de la acción hacia la cual predisponen. Con ello no solo se rinde homenaje a la cultura motorizada del automóvil privado, que tan depredadora ha sido en nuestro país, sino que se tiende a afirmar la legitimidad de todo el enjambre ideológico y económico frente al cual se claudica.
En lugar de propiciar, aunque sea incómodo, y en ruptura, una política de la extensión de sombras, accesos peatonales, combinación de medios que favorezcan la bicicleta, la transportación pública y el caminar y el sentido integral de nuestra existencia humana con el ecosistema, se establece una plancha de asfalto que aumenta la temperatura por la refracción, -acentuada considerablemente por los artefactos metálicos allí ubicados, los carros- causando daño a la edificación contigua, que afecta la percolación del terreno, que impide la construcción de jardines, fuentes y veredas, y sepulta la tierra. Además, se llega a profesar una vocación por la estética de la fealdad y la deformación. Un estacionamiento es un adefesio de mal gusto.
Observo la retórica disciplinaria en la disposición de este emplazamiento: vallas, líneas, lugares especiales designados, postes, encintados e isletas, control de acceso… que configura un tipo de recepción. ¡Qué paisaje para encauzar y educar la mirada!
Perteneciente a la estirpe de los no-lugares designados por Marc Augé, el estacionamiento tiene su texto, sus indicaciones, su identidad como lugar de anonimato: este de unos 37,700 pies cuadrados de amplitud mediocre. Este depositario de los artefactos que han secuestrado el caminar, sirve como mecanismo de desvincular, como custodio y afirmación de la ética individualista. El ser humano ahí está en tránsito: llega y sale, es un apéndice del tráfico. Ahí no existe apego, ni huellas de la memoria sino ordenamiento. Si lo observamos es un sistema de indicaciones del comportamiento: todos en su lugar, ordenados, uno al lado del otro, a distancia prudente.
La textualidad de este emplazamiento está guiada por un relato de despersonalización y de aislamiento. Este entuerto asfaltado declara la naturaleza como inservible y estorbo. Ahí uno no se encuentra, ni se pierde, ni se embelesa, ni contempla, ni intercambia. En algún sentido es un depósito de soledades. No está inerte, actúa como un vaciamiento de sentido. Nuestra existencia ahí es precaria, y en última instancia nos convertimos en la prótesis del automóvil; él es el que nos desplaza. Nos ofrece como recompensa un lugar “libre” para estacionar o nos fastidia cuando está lleno. En ese encierro masificador vamos tratando de lograr un “buen lugar”.
La subordinación de las relaciones sociales y las prácticas cotidianas a los fines del sistema de producción, tienden a imponerse como algo “razonable”. Hay una forma de disciplina y de orden mediante el control del tiempo y el espacio que se produce por un tipo de autorregulación que conlleva, como lo señalara Marx, una desvalorización del mundo humano en razón directa del mundo de las cosas, en este caso, el automóvil.
El estacionamiento tiene su camuflaje en un tipo de discurso que lo declara neutral, cosa inerte, “utilidad” sin ninguna orientación política. Sin embargo, no existe en sí, sino como pieza de todo un engranaje mayor de un sistema. Lo significativo de que se haya dispuesto esta “facilidad” en la entrada -mírese las otras entradas y véase que estamos rodeados por estos emplazamientos- no oblitera la cuestión de que el problema va más allá de su localización. La cuestión es su existencia misma como forma facilitadora que estimula un tipo de desplazamiento y una lógica determinada de la movilidad que tiende a cancelar otras.
La ideología del automóvil lo encubre, lo exorciza, lo purifica y nos es sumamente difícil verlo en su dinámica compleja e histórica. La lógica impuesta por la dominación del sistema automotriz es una violenta y depredadora. El impacto monumental de degradación de las condiciones del habitar por parte del automóvil privado es una cuestión central y decisiva en la calidad de vida.
La persona misma se va concibiendo, en esta cultura motorizada como pieza del engranaje: se le abstrae y se convierte en mercancía de tránsito. La nueva normativa se instala en lo más profundo de nuestro ser. En la medida en que se ejerce una creencia en la validez de estas normas y principios de la cultura vehicular motorizada, la disciplina frente al orden establecido pasa a ser adhesión a la verdad.
No se trata aquí de puro poder, sino de dominación, es decir, de un mandato obedecido al ser considerado como legítimo, mientras que el poder versa sobre la imposición de una voluntad sobre otra sin necesariamente ser reconocida como legítima. El poder se consolida con la dominación. Todo el montaje global se convierte en un dispositivo de disciplina humana. El sistema vial completo es un sistema político.
La cuestión es que la universidad debe fomentar, de forma constante y consecuente, la ciudad sustentable enfrentando los chantajes y desafíos del orden motorizado y promover la movilidad más equitativa y sostenible. Claro, como esto es un problema político, hay que saber que existe una confrontación de gran magnitud. No hay lugar a dudas, de que la resistencia a una orientación de este tipo, viene de diversos frentes, comenzando por el de los consumidores que se encuentran en una situación muy compleja.
Hay que desarrollar estrategias creativas combinadas que puedan favorecer y fomentar un cambio en los modelos y prácticas a nivel de la infraestructura. Eso requiere apoyar y promocionar los desplazamientos a pie, en bicicleta -de manera segura y agradable- y mediante el transporte público y liviano de alta calidad y eficiencia en un esquema de intermodalidad.
La protección de la tierra, el desarrollo de la sensibilidad hacia la promoción de las condiciones climáticas favorables, la consciencia de los distintos tipos de contaminación, el cuido de nuestro ambiente tanto físico como cultural, en términos de las prácticas cotidianas, requieren una movilización intelectual y afectiva. La construcción de estacionamientos, no es precisamente el medio mejor para hacerlo.
El estacionamiento, entiendo, es una afrenta a la inteligencia y la sensibilidad creativa. Señalo a colegas mi objeción e indignación ante este oprobioso emplazamiento y me apena la impasibilidad con la que algunos acogen mi observación. Lo más terrible, y significativo es la indiferencia. El mirar se ha normalizado. La violencia simbólica, que apunta hacia la integración al sometimiento, se ha estacionado.
Entristece que el primer centro docente del país no pueda pensarse en la complejidad simbólica de su presencia y se doblegue ante la tiranía de la cultura motorizada del automóvil privado.