El residente riopedrense Luis Vélez telefonea a los organizadores del evento UPR en Vivo para verificar si transmitirán en el jardín el partido entre la tenista puertorriqueña Mónica Puig y la alemana Angelique Kerber. Solo cuando le aseguran que sí, decide asistir al Jardín Botánico de Río Piedras el sábado, 13 de agosto.
“Va ganando”, dice un clarinetista a bordo de la guagua que lo transporta hacia el núcleo de la actividad. Mientras, un matrimonio, Roberto Morales y Maribel Hernández, se topa con un monitor instalado en el frente del food truck PISCA. Tantean un pedazo húmedo de suelo sobre el cual sentarse a observar el juego de tenis que podrá valerle a Puerto Rico una histórica primera medalla de oro en las Olimpiadas. A pasos de la pareja, Carmen Tomassini, guardia de seguridad uniformada de azul, ojea el partido cada vez que puede.
Mónica Puig anota y Omar Estrada, sonidista del evento, lo celebra con una discreta pero puntual flexión de codo. Su teléfono, recostado sobre su consola de sonido, lo mantiene al tanto. Resuena gentil la melodía de “Canción por la unidad latinoamericana”, de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, tal vez como preámbulo al desenlace del día.
A pasos, dos amigas de algunos sesenta años, Patricia Carr y Merquiades Cruz, cargan dos sillas de tela. Las ubican sobre el césped. Allí esperan el inicio del concierto que ofrecerá La Orquesta Sinfónica de Puerto Rico a los otros ochenta y tantos cuerpos que también esperan.
Puig gana el primer set. Comienza el segundo.
Al costado derecho del evento, Eva Pérez, profesora de Bellos Oficios en el recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico (UPR), vende ropajes y telas pintadas a mano desde una de cuatro estaciones de artesanías y pinturas. La tarde le parece acogedora. Íntima. Dos mesas a la izquierda, Nancy Escribano, de 48 años, alterna, hora tras hora, las piezas que exhibe sobre un panel negro de madera. Cuando intenta explicar las significancias que tienen los puntos amarillos que no logran conectarse en su pintura “Mi mente”, se le quiebra la voz. Un quiebre que, tal vez, pertenece al recuerdo o a la frustración o a la suerte de no siempre haber podido conectar todos los puntos.
Puig pierde el segundo. Inicia el tercer set del partido.
La Orquesta Sinfónica de Puerto Rico evoca a Haydn, a Mozart y a Beethoven. Las palabras del director musical Rafael Irizarry sirven de preámbulo al inicio del concierto. El maestro reconoce la urgencia de atender el partido de la tenista boricua.
La directora de la Oficina de Desarrollo de Exalumnos de la UPR, Gretchen Krans, nota a una pareja bailar las melodías de la orquesta. La también organizadora del evento agradece la asistencia de la tarde. Sabe que competía un poco, o mucho, con Puig. También con el clima, que, de tanta humedad, queda grisáceo.
Puig anota. Más de 60 rostros atienden una misma pantalla, todos con la fe puesta en el mismo lugar. La intensidad de la Séptima sinfonía de Beethoven complementa, cual ambientación planificada, la tensión del juego.
Luis Vélez, de 63 años, ancla su mirada en el partido. Se acerca al televisor con un plato de sopa en mano. Regresa a su silla de playa. Corre hacia el monitor. Retrocede. Acaba su sopa. Su mirada no abandona la cancha de tenis.
Y pasa. Gana Puig. Gana Puerto Rico.
Móviles escondidos entre atriles y partituras, y algunos músicos se enteran de la noticia, aun en el escenario. Y esos pocos escuchan sonar las melodías que hilvana la orquesta con toda la conmoción de la noticia agolpada en el pecho. Mantienen la compostura.
Pero frente al food truck y su pantalla de fe común, hubo grito. Y carcajadas. Y puños alzados en el aire con mucha fuerza, quizá con la misma con la que se levanta un país. Y cayó un vaso de cerveza al suelo. Y llegaron formas de la emoción. Y puigñetas. Y abrazos. Dos, tres, seis, nueve apretones cálidos. Ni un solo extraño.
Y la exalumna Vanessa Yarvis anduvo con una enorme sonrisa. Y Luis Vélez desancló sus ojos del televisor, y a tono de una voz que casi no hiere al viento anunció que sentía deseos de llorar. Y lloró. Y lloraron. Y en cada trazo de agua, un regalo común de identidad nacional.
Dos músicos escucharon La Borinqueña sonar en la premiación de medallas. Y el clarinetista Emmanuel Díaz, que iba de regreso al estacionamiento, soltó un suspiro sonreído. Uno que le inundó. El contra fagotista Pedro Vázquez colocó su mano derecha sobre el pecho, y hubo latidos. Y hubo lágrimas -varias- pero también sonrisas, y ahí, en cada surco de luna, la alegría iluminada de celebrarnos país.
Más de 200 personas transitaron el Jardín Botánico. Cayó la noche, pero quedó luz. Mucha luz.
Tanta luz.