Temprano en la mañana dos ratas corrían de un lado a otro en uno de los salones de la escuela. Detrás de ambos roedores, sobre veinte estudiantes intentaban espantarlos a fuerza de gritos. Y eso que era uno de los días más importantes en la escuela y cuando más vigilancia había.
A pesar de que las ratas fueron atrapadas y vistas por la directora, maestros y conserjes, a las 2:30 de la tarde el salón seguía con peste y rastros de excreta, según confirmó una de las maestras que comenzó recientemente a trabajar en la escuela y que ya se da cuenta de cómo es que se bate el cobre aquí.
Según la directora escolar, el Secretario de Educación y otra entidad del gobierno venían a visitar la escuela para firmar unos acuerdos en conjunto. Como era de esperarse, el secretario nunca llegó. Mi labor ese día era vigilar los pasillos, la cancha y el teatro, para que ningún estudiante hiciera lo que hace en un día de escuela normal. Gritar, correr, hablar malo, darse puños. Se pretendía que los alumnos llevaran una conducta utópica e irreal.
La tortilla se viró cuando un grupo de maestros sacó pecho y comenzó a colocar indiscretamente varios carteles de protesta, ubicados justo en las escaleras que servían para llegar hasta la actividad. Leían los reclamos: “Hacen falta más conserjes”; “Necesitamos materiales” y “Necesitamos mayor seguridad en la escuela”.
En 15 minutos los carteles desaparecieron. Parte del personal de la escuela los arrancó con furia. Presencié esa censura tan de cerca que mi disgusto aún perdura. Más aún, pude ver con más detalle esa furia que brotaba detrás del individuo. Era un coraje con aires de frustración. Como si supiera que lo que está leyendo son pedidos reales y necesarios pero, por asegurar su empleo, prefirió censurar el derecho a la libertad de expresión. Claro, no va a permitir que un gesto tan puro como una protesta pasiva afecte un trabajo de años.
A las cuatro de la tarde estaba en su pico más alto una de las mejores discusiones que he presenciado, protagonizada por 12 maestros enojados y desesperados por tanta injusticia. En la reunión se colaron renuncias, desencantos, frustraciones y lágrimas. También, un par de emociones sinceras y un llamado a la restructuración de la educación pública del país.
Al final del día, la directora echó culpas a terceros por el descontrol de los jóvenes al darse la actividad. En las paredes aún quedaban residuos de cartulina y un par de latas de refresco se movían por toda la escuela a través de la brisa.
La escuela se quedó sola. Como siempre está.
Ahora pregunto yo, ¿quién bajo estas circunstancias va a poder sacar la educación pública de la Isla hacia adelante?