Mi abuela solo pudo llegar a tercer grado en escuela pública. Fue tremendo logro en su época, pues la mayor parte de los niños en zonas rurales no iban a la escuela. Mis bisabuelos tuvieron la sensata visión de ayudar a que su hija más pequeña aprendiera a leer, escribir y algo de aritmética.
Décadas después, mi abuela Josefina me enseñó a leer y escribir desde los cuatro años (tengo 64 y no he parado desde entonces). Como había pocos libros en la casa me daba a leer lo que tenía disponible. Mientras ella cocinaba, me sentaba en el pequeño comedor adjunto para leerle en voz alta letras, sílabas y eventualmente oraciones (nada más y nada menos que) de la obra teatral Don Juan Tenorio de Juan Zorrilla.
Ella me pedía que hiciera las voces de los personajes dramatizando aquella trama de amores que a mis cuatro años no entendía pero disfrutaba. Así, mi abuela me dio clases de teatro, dicción y lectura avanzada sin yo saberlo. Cabe aclarar que ese libro, escrito en el viejo español de Castilla, me enredaba con los “veréis”, el “tenéis” y el “vos” pero página por página, día tras día, adelantaba en la destreza de la lectura.
Como leía y comenzaba a escribir pude entrar en primer grado a los cinco años. Crecí devorando libros. La biblioteca de la escuela y la del pueblo, en los altos del hermoso Teatro La Perla, prestaban los preciados textos que no podíamos comprar. Pasaba horas concentrada en las imágenes de fantasía. Los dibujos me enamoraban transportándome a países imaginados y criaturas de ficción. Las historias me catapultaban a travesías y aventuras imaginarias. Leía después de hacer las asignaciones y de noche me escondía bajo las sábanas para leer con una linterna, a veces hasta terminar el libro. Lo hacía por gusto, no por obligación. Aunque había televisión, prefería la lectura.
Mi amor por el dibujo, la pintura y el arte provino de aquellas imágenes y fotografías que inspeccionaba con la maravillosa curiosidad exploradora que se tiene en la infancia. Mi mejor regalo de niña fue la compra familiar de la Enciclopedia “Mis primeros conocimientos”, una colección de nueve tomos forrada en rojo carmín, que podía leer en orden y desorden a mi antojo. Era feliz, agraciada y agradecida.
Cuando tuve mis hijos les leía cuentos en las noches fomentando su imaginación. Mi hija hace lo mismo con su primogénita. Me enternecen sus dramatizaciones de cuentos e historias. El legado de mis bisabuelos continúa trazándose en la crianza familiar valorando el compartir de esos preciados momentos en que damos rienda a la creatividad, los juegos, abrazos e imaginación.
Los niños y niñas necesitan que las familias y maestros les ayudemos a aprender a amar el aprendizaje, la escuela y el lenguaje. El psicólogo soviético Lev Vygotsky planteó que el lenguaje es la herramienta fundamental del pensamiento y la escuela el lugar perfecto para el desarrollo proximal de las capacidades cognitivas. El filósofo francés Michel Foucault afirmaba que el conocimiento era importantísimo porque significaba poder. Empoderamos los niños con la lectura y la educación formal, queda claro.
Jean Piaget y otros psicólogos demostraron a saciedad el valor de las operaciones cognitivas estimuladas durante la infancia. María Montessori elaboró un sistema educativo basado en el aprendizaje natural del niño mediante el juego en edades tempranas. La psiconeurología evidencia los beneficios de la estimulación intensa del cerebro infantil porque maximizan su potencial y maduración. Paulo Freire promovió la educación problematizadora que es enseñarles a pensar por sí mismos. David Ausubel afirmaba que el buen aprendizaje giraba en torno a información significativa y relevante a las experiencias y personalidad del infante.
El mundo cambió cuando los humanos primitivos desarrollaron la escritura pictográfica y con ello la lectura de códigos y signos. Cambió, de nuevo, cuando la educación pudo masificarse con el invento de la imprenta. El nacimiento de escuelas religiosas, y luego laicas, aportó al desarrollo de la inteligencia cultural y social.
Los libros fueron y son vitales porque la escritura y la lectura son logros evolutivos importantes de nuestra especie. Siguen siendo necesarios aunque la información fluya a borbotones en los medios tecnológicos y las redes de la Internet. No es lo mismo tocar un libro, pasar sus páginas una a una, mirar directamente sus láminas, leer la secuencia de una línea de página y abrazarlo o guardarlo cuando se termina de leer. La conexión cerebral ojo-mano se fortalece con el ejercicio real, no simulado. Es igual que la bicicleta, neurológicamente hablando. No es lo mismo simular su corrida en un juego electrónico que montarla para balancearse y correrla. Aplica al dibujo, no es lo mismo hacerlo a mano que con artefactos y programas electrónicos.
Mal mensaje se envía a nuestros niños con el cierre de sus escuelas públicas. Les están diciendo que su segunda casa vale poco o nada. Duele ver lo que pasa con los libros del sistema educativo de gobierno en muchas de las escuelas cerradas o por cerrar. Cuando veo la forma en que se disponen libros viejos y nuevos no puedo menos que pensar que tiene que constituir un delito. Se siente como una cuchillada a traición de nuestra infancia.
Esos libros no solamente pueden ser necesarios para otras escuelas sino también para organizaciones de ayuda comunitaria y hasta para algunas escuelas privadas. Pueden donarse benéficamente a otros países en necesidad tan cerca como la Republica Dominicana. Yo misma lo he hecho en varias ocasiones asumiendo los gastos o buscando auspicios.
El comercio de textos quiere hacernos creer que los libros, como el conocimiento, caducan. Falso, mil veces falso. Siempre hay algo en ellos que puede ser utilizado. Un libro mojado y con hongo es una joya perdida pero botarlos en buenas condiciones, como si fueran basura, es una seria ofensa. Insulta la sensibilidad de aquellos que aprendimos a conocer y respetar el mundo a través de las enseñanzas que encontramos en sus letras e imágenes.
Poco tiempo le han asignado a buscar alternativas de uso y reuso que son muchas, infinitas. No hay razón para botar un libro cuando hay niños y niñas que pueden necesitarlos. Hay adultos iletrados que están aprendiendo lectura básica en su edad dorada. Hay talleres de destrezas ocupacionales que pueden reciclarlos o convertirlos en piezas de arte o muebles. Hay algunos libros que necesitan ser atesorados en museos. No hay forma en que la secretaria de Educación pueda convencernos del beneficio de tan criminal disposición masiva de materiales.
Pero vivimos en un absurdo mundo del desecho y la mediocridad. Lo reconozco. Todo es prescindible, hasta la gente, ¡imagine!, y todo tiene costo omitiendo las inversiones que no pueden cuantificarse. La devaluación de personas y materiales educativos es uno de los grandes problemas del capitalismo pero tenemos que detener la disposición infame de estos materiales.
No veo mucha diferencia entre la quema medieval de libros por censura religiosa y el desahucio de materiales escolares útiles que ha activado el gobierno en Puerto Rico. El resultado es el mismo, mantener la gente en el oscurantismo de la ignorancia y en la esclavitud del vasallo domesticado. Es un crimen.
La autora es psicóloga clínica, psicóloga social-comunitaria y profesora universitaria.