
Aquí no se trata de total de goles, ni de partidos ganados. Es más, en la historia chilena el nombre de Carlos Caszely no se menciona tanto como, por ejemplo, Iván Zamorano, Carlos Reynoso o Marcelo Salas. La leyenda de Caszely crece en plena dictadura de Augusto Pinochét. En 1973, a sus 22 años, Caszely se convirtió en la punta de lanza deportiva de la oposición de la dictadura de Pinochét, pero no a un precio módico. Caszely, centrodelantero del club Colo Colo y de la selección nacional, aprovechaba cualquier momento para expresarse en contra de la dictadura de Pinochét y a favor del gobierno derrocado de Salvador Allende otrogándole al fútbol una visión social que no había sido vista en ese país hasta entonces.
Ante lo que fue clasificado por los historiadores deportivos chilenos como “el silencio futbolístico” del mundo del balompié en ese país, Caszely gritaba a viva voz su oposición a Pinochét, convirtiéndose en una especie de líder renegado de los atletas y aliándose abiertamente con el Partido Comunista. Aunque sin éxito, buscó resucitar el Sindicato Chileno de Futbolistas, el cual pasaba por su peor etapa en los setenta gracias a la inacción de su presidente Mario Moreno. Su familia fue perseguida después del golpe de Pinochét en 1975, siendo su madre detenida y torturada. La persecución duraría hasta la salida de Pinochét en 1989, algo que también sucedió con otros futbolistas de renombre, como el ex miembro de la selección Hugo Lepe, quien irónicamente fue torturado en 1973 en el campo de concentración del Estadio Nacional de Santiago, el mismo recinto donde tanta gloria le dio a su nación. Pero el espíritu de Caszely nunca sería quebrantado, pues sabía el poder de convocatoria que tenía el deporte y la necesidad de adaptarlo a la conciencia social. “Lo que me hizo ver las realidades fue el fútbol, porque me permitió viajar, conocer el mundo… comer un día como rey y al otro día en una casa de madera con piso de tierra”, expresó recientemente en una entrevista Caszel, un producto de las denominadas ‘poblas’chilenas, que desde mitad de siglo pasado ejemplificaban la pobreza sudamericana como resultado de régimes demedidos.
Bueno, estos dos tienen que agradecerle a muchos el empuje bestial del tenis chileno, en especial a Marcelo Ríos, quien dio cátedra a finales de los ochenta y principios de los noventa convirtiéndose en el primer latinoamericano en ser reconocido como el número uno del mundo, y a la primera gran figura del tenis chileno, Anita Lizana, quien en 1937, en plena revolución femenina, ganaría el torneo de Forest Hill, lo que ahora es conocido como el Abierto de Estados Unidos.
Pero si Lizana y Ríos pusieron el tenis en el mapa, González y Massú obligaron al universo a centrar sus ojos en la tierra de Neruda. Vayamos al grano: las Olimpiadas de Atenas 2004 fueron para Chile en el tenis lo mismo que para Argentina en el baloncesto, un momento definitorio. Allí, Massú y González se agenciaron la medalla de oro en dobles, con el primero ganando la presea dorada en sencillos y el segundo la de bronce. González ganó también plata en Beijing ’08, solidificando la excelencia del tenis chileno del nuevo siglo.