Cataluña se encara a un nuevo capítulo de su proceso independentista, etiquetado como decisivo por sus proponentes y excepcional por el propio gobierno español. Será el 27 de este mes, culminando una campaña que comenzará oficialmente en el emblemático 11 de septiembre, la “Diada” nacional.
Este proceso electoral llama la atención por apresurado, ya que los últimos comicios fueron en 2012, y los anteriores en 2010. Tres elecciones en un lustro revelaban cierta urgencia y motivaban la preocupación y un alto grado de irritación de la mitad del electorado catalán, que no demostraba el mismo entusiasmo que el separatista presidente catalán, Artur Mas.
Además, en los dos últimos años se han celebrado elecciones europeas (mayo 2014) y municipales (mayo 2015).
En ambos casos la coalición de Convergència i Unió (CiU, ahora ya sin Unió) perdió escaños y fue desalojada del emblemático Ayuntamiento de Barcelona. Aunque CiU fue la candidatura más votada, fue defenestrada por una alianza de sus competidores que dieron la alcaldía a Ada Colau, novel líder de perfil populista y de izquierda, que hace recordar la estrategia de Podemos, la formación que ha revolucionado la política española.
Este ejercicio está considerado como sustitutivo del especial proceso electoral que el gobierno español no ha permitido desde que en 2010 había arremetido contra el borrador del nuevo Estatuto de Autonomía (que debía actualizar el de 1979), aprobado tanto en el Parlamento catalán como en el Congreso español en 2006.
El ahora gobernante Partido Popular (PP), que regresó en diciembre de 2011 de su travesía del desierto, tras ser derribado por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 2004, se cebó contra la mención de Cataluña como nación en el preámbulo del nuevo Estatuto.
En junio de 2010 el conservador Tribunal Constitucional dictaminó que ese preámbulo carecía de valor jurídico, consideró inconstitucionales otros 14 artículos del Estatuto y refrendó el resto del texto.
La respuesta ciudadana fue masiva. Entonces se detectó la oscilación de numerosos sectores antes moderados hacia los sentimientos claramente independentistas.
Fue la oportunidad que CiU, en descomposición, aprovechó y ratificó la conversión acelerada del propio entorno de Mas hacia el independentismo. Esta evolución se producía ya en los momento culminantes de la consolidación de Mas, como delfín de Jordi Pujol, que gobernó Cataluña entre 1980 y 2003.
Si en las décadas anteriores el poder político de CiU se había basado en servir de bisagra entre los dos partidos hegemónicos a nivel nacional (PP y PSOE) y su uso inteligente del autonomismo, el “invento” se consideró agotado para recabar un mayor número de votos y conseguir doblegar la tozudez de Madrid.
Había llegado la hora de la tesis independentista. El objetivo prioritario era conservar el poder por cualquier método. La porfiada resistencia legal del PP ayudó a Mas, quien en diciembre de 2010 ya se había apoderado de la Generalitat tras unos años de gobierno “tripartido”.
Estuvo formado por los socialistas, los independentistas (“de toda la vida”) de Esquerra Republicana y los excomunistas, reciclados como ecosocialistas, de Iniciativa-Verts, la variante catalana de Izquierda Unida. Dos socialistas, el exalcalde de Barcelona, Pasqual Maragall(2003-2006), y el nacido en Córdoba, José Montilla (2006-2010), presidieron la Generalitat.
Pero sucedió que en las elecciones de 2012, Convergència perdió escaños y tuvo que aliarse con Esquerra Republicana en un frente independentista, coliderado con el secretario general de Esquerra, Oriol Junqueras, quien junto con Mas ha presentado una candidatura común, en una lista única trufada de ciudadanos sin pasado partidario para dar el golpe final en lo que ha sido calificado como un “plebiscito”.
Sería el preludio de la declaración de independencia si se obtiene una mayoría (que se reclama sea la mínima de 68 escaños) en el Parlamento.
El rechazo del gobierno español ha sido amenazador, incluida la advertencia de suspensión de la autonomía, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución. De ahí que en el mensaje de convocatoria Mas no mencionara en absoluto la palabra tabú (“plebiscito”, inexistente en el léxico electoral ortodoxo).
En cualquier caso, el ejercicio del 27 de septiembre es también un sucedáneo del referéndum que el gobierno español se negó a autorizar. Madrid alega que la consulta sobre la secesión catalana no es un derecho exclusivo de los catalanes, sino de todos los españoles, titulares en bloque de la soberanía nacional, según reza taxativamente la Constitución de 1978.
No obstante, el gobierno catalán organizó un “referéndum” extraoficial, celebrado el 9 de noviembre de 2014, en un clima festivo, al que acudió un tercio de los votantes. Con dos millones de votos consiguió animar a los independentistas e irritar al gobierno español, que había amenazado con arrestar a los dirigentes catalanes.
De lo que se deduce que los comicios del 27 de septiembre son curiosamente tres ejercicios en uno: “referéndum”, elección autonómica (ortodoxa), y “plebiscito”. En vísperas del ejercicio se han acrecentado la preocupación del gobierno español y la insistencia en la anticonstitucionalidad del fin del proceso.
Significativamente, el PSOE se ha unido es esta política de oposición, destacando una llamada del expresidente Felipe González (1982-1996) a los catalanes independentistas para que desistan de sus planes.