“Demasiada cordura puede ser la peor de las locuras,
ver la vida como es y no como debería ser”.
–Miguel de Cervantes Saavedra, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”
Acaecía una tarde de abril en Madrid de 1616. La brisa primaveral traía consigo la muerte, cual tenebroso verdugo. En la calle de León, esquina Francos, Miguel de Cervantes Saavedra, consumido por los delirios, recibía la extremaunción, firmaba la dedicatoria de “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” y se disponía a descansar perennemente, o a vivir de igual forma en los libros que dejó al haber de la humanidad.
El manco de Lepanto, el soldado de Alcalá de Henares, tal vez halló algo de sosiego en su última morada porque tres días más tarde expiró. Y hoy, a 400 años de su último suspiro, queda como caricia suya la universalidad de don Quijote y la riqueza léxica de un trabajo literario que cambió el rumbo de la literatura universal.
La vida de Cervantes fue en sí misma una aventura. Tras su nacimiento en 1547 vio de cerca, en Madrid, la tradición real y todo un entramado de costumbres que, de a poco, iban alimentando su pluma. De joven, en sus 21 años, su maestro de gramática, Juan López De Hoyos lo lanza a escribir poesía. Transcurría en 1568 la muerte de la reina Isabel de Valois y de su infante recién nacido, y la capital era un destello de incerteza. Sobre eso escribiría inicialmente y publicaría un año más tarde.
Y como aventurero, Cervantes se desplegó, cual mapa, por Europa, y se nutrió de experiencias que barruntarían el éxito suyo como escritor. Nunca faltó la voracidad por la lectura y su avidez de contar entre el ínterin de sus años serviles palaciegos y militares. Probó suerte en Roma, como camarero del monseñor Acquaviva. Luego, como joven desesperado, con ganas –muchas- de vivir lo extraordinario y poder contar, se enlistó como soldado bisoño en la compañía de Diego Urbina y se dedicó a viajar por toda Italia.
Así, el mundo de lo bélico le hizo un guiño. En 1571, en Lepanto, Cervantes atestaría una cruenta batalla en la que le circundaban cadáveres sobre la mar, barcazas incendiadas y el molestoso pífano de guerra. El enfrentamiento con la Santa Liga le deja entonces una herida grave en el pecho que termina costándole el uso de su mano izquierda. Nacería de esta vil estampa el Manco de Lepanto. Un manco con la valía de un pulpo, con el genio que, de entre todo, es muy único, muy suyo.
Tras convalecer en Mesina, Sicilia, Cervantes se reincorporó a la milicia brevemente, pues interrumpirían las campañas militares, la vida arrojada de un joven asiduo a las tabernas y pícaro en el amor. Esos episodios, sucedidos en Nápoles, dejaron en un joven Cervantes sinsabores, alegrías y los atardeceres en el Mediterráneo que, poco después, sería un mar atribulado, conflictivo, en el que los corsarios serían la orden del día.
De tal forma, al embarcarse hacia España, la flota en la que viajaba Cervantes fue interceptada por el corsario Arnaute Mamí. Así, en lugar de terminar en España, acababa aquel manco en Argel, rodeado de potenciales esclavos de mercado y perspicaces piratas. En estar, ver y sufrir la restricción de su libertad transcurren cinco años hasta que logró escapar.
A su regreso a España, 11 años después, Cervantes encontró un país cambiado, que seguía ensanchándose y conquistando otros rincones de ultramar. Se instaló en Valencia y se detuvo por un momento para reposar y comprender aquel nuevo contexto. Había nacido Felipe III, Portugal se anexionaba y la corte se mudaba a Lisboa, Mendaña llegaba a las Islas de Salomón, y el escritor se imaginaba una vida en América.
En España surgirían nuevas oportunidades, aunque muchas de ellas quedarían en la nada. Viajó a Orán, África, en 1581, en un presunto viaje de misión que le dejó 50 ducados y se convirtió en un enigma cervantino, pues poco más se sabe de su travesía. Llegó a Lisboa, en el mismo año, para enfrascarse en la fogosidad que la vida comercial tenía en las cortes. Pero, como todo, quedó en nada.
Sin embargo no fueron años de nada. En 1584, su picardía le regaló una hija que procreó con la mujer de un tabernero, Ana Franca, y en Toledo se casa con una mujer a quien dobla en edad. Allí también vendió los derechos de “La Galatea”, que se publicaría un año más tarde.
Cervantes también fue recaudador. En Sevilla, 1587, vio las riquezas de Indias agolparse en la codicia rampante de los que exploraban a América. Desde allí amasó con más empeño su pluma, la poesía y el teatro entre los conflictos de demandas, desamores, excomuniones y otros escándalos que se reflejarían en su quehacer literario en muchas ocasiones, nunca someramente.
Así, entre aventuras, Cervantes volvió a vivir el sinsabor de un prisionero en 1592 por, presuntamente, vender trigo de manera ilícita en Córdoba siendo recaudador. En esa estancia creen algunos estudiosos que materializó Cervantes su legendario Quijote, que sí fue terminado en 1603 en Valladolid. Desde allí, viviendo en los altos de una taberna, Cervantes, junto a su esposa, hija y sobrina escribiría a todo vapor con más dedicación y esmero que nunca antes.
El resultado de ese ímpetu en la escritura lograría que en 1605 “don Quijote” viera la luz pública en la imprenta de Juan de la Cuesta, en la calle Atocha de Madrid. Fueron 664 páginas las que cambiarían para siempre el curso del género de la novela. Su éxito fue y sigue siendo reverberante e imparable.
Mas, esas mismas cualidades las tuvo Cervantes en los años venideros. Su creación literaria no se redujo al Quijote, sino también a hacer muy suya la novella italiana en su colección de “Novelas Ejemplares”, en las que se destacan “El celoso extremeño”, “El coloquio de los perros”, “El casamiento engañoso”, entre otras. Esta avalancha de estampas de la España que le tocó vivir se publicaron en 1613, ya en el otoño de su vida.
En esos últimos años, Cervantes vio la cosecha de su éxito, tal vez, y seguramente, sin pensar en que siglos más tarde estaría siendo su trabajo la cúspide de la literatura universal y que sería traducido a casi todos los idiomas que existen en el planeta. Así, en 1615, desde Tarragona, salió en más aventuras el noble Quijote con su Sancho en un segundo tomo. Esa publicación, apócrifa, llevó la firma de Alonso Fernández de Avellaneda, y no tardó mucho en despuntar con éxito. También, publica “Viaje del parnaso” y “Ocho comedias, y ocho entremeses nuevos” desde los padecimientos y la más común fragilidad humana.
Falleció como todos, pero vive como ninguno. Descansa en el convento de las Trinitarias Descalzas en Madrid, y en cada lectura, representación y pensamiento sobre sí. Cervantes, irrepetible, escribió como nadie desde la manquedad, luciendo legendariamente prodigioso, como un pulpo a la literatura pero, sobre todo, con un valor incalculable de humanidad que dibujó la idoneidad de la nobleza humana y la esperanza de que, imaginándonos, el mundo sería mejor.