
Todas son nuestras hijas Todas son nuestras muertas Quién paga a los asesinos Quién oculta a los culpables Quién goza de matar mujeres Si callas eres cómplice Queremos vivir Cuerpo de mujer, peligro de muerte Fragmento de una poesía sobre el feminicidio en Ciudad Juárez En el mundo existe un lugar en el que por el simple hecho de ser mujer te pueden asesinar: Ciudad Juárez, México. Al sol de hoy, y después de 16 años, las mujeres asesinadas en Juárez suman más de 500 y se reportan —en el mismo lapso de tiempo— unas dos mil mujeres desaparecidas en el área, según datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México. Ni las autoridades locales, ni las instituciones internacionales saben a quién —o a quiénes— culpar. Así de simple. Así de indignante. Existe una manera correcta para referirse a los asesinatos perpetrados contra las mujeres de Ciudad Juárez en razón de su sexo: feminicidio. El término feminicidio conlleva una significación política y social importante. Nace de la terminología utilizada por Jill Radford y Diana Russell en su libro Femicide: The Politics of Woman Killing, de 1992. Aunque su traducción exacta al español es femicidio, Marcela Lagarde, teórica, antropóloga y ex diputada mexicana —una de las pocas personas en tomar acción ante los asesinatos— utilizó feminicidio para referirse a la situación especial de Ciudad Juárez, a la indiferencia, a la zozobra, que la visten y la acompañan. Es que en realidad son muy pocos los hechos —o las verdades— confirmados desde 1993, año en que se comenzaron a documentar los asesinatos. Se conocen los lugares en que son abandonados los cuerpos de las víctimas —cuatro grandes áreas en el extrarradio de la ciudad—; se sabe que las víctimas son mujeres jóvenes, adolescentes y niñas, de entre 11 y 22 años de edad, de cabello negro y largo, de baja estatura, tez morena y casi todas obreras. Los casos de las víctimas siguieron un mismo patrón: fueron secuestradas — “levantadas”, como se dice en Juárez—, torturadas, violadas y asesinadas, la mayoría, por estrangulación. Sus cuerpos fueron abandonados en vertederos de basura o en los márgenes de carreteras en pleno desierto; la gran mayoría, hallados por transeúntes luego de días o meses y ya en estado de putrefacción. Por supuesto, hubo casos en que los asesinos incurrieron en aberraciones inimaginables: varias mujeres fueron mutiladas, desmembradas —por lo general les arrancaban los pezones y/o les cortaban los brazos— e incluso hubo casos en que se calcinaron los cuerpos tras abandonarlos. Especulaciones que buscan explicar el porqué y quiénes están detrás de los crímenes van de lo banal a lo extraterrestre. Con el paso de los años, las teorías que más fuerza han tomado son: la violencia doméstica masiva y sectaria; individuos poderosos —asesinos enfermos— protegidos por el Gobierno y la policía local; el narcotráfico; asesinos en serie de la frontera estadounidense que exportan sus crímenes y tiene campo fértil en el sur; orgías que implican la producción de películas porno de corte snuff y los rituales sanguinarios de algunos cultos satánicos. Así de monstruoso. Así de verdadero. Para la sociedad juarense, y sobre todo para las mujeres, poco importa cuál de las suposiciones anteriores es la más certera. Ellas piden otras cosas. Cosas tan ordinarias, tan básicas, como mejores salarios por parte de las maquilas, un mejor sistema de transporte público, calles pavimentadas y un mejor alumbrado público. La mayoría de la población cree fervientemente que esas medidas ayudarían a terminar con el problema. Así de precario. Así de sorprendente. Juárez, una frontera en todos los sentidos Alguna vez capital del país —en 1867, cuando Benito Juárez huía de los franceses, y de ahí el nombre de la ciudad— y supuesta cuna del cóctel margarita —creado en el Tommy’s Place, en 1948—-, Ciudad Juárez es desde hace décadas sinónimo de miedo y terror. Pero también de la indiferencia por parte de todo tipo de autoridades y de la ignorancia de aquellos que juzgan y formulan planteamientos rápidos e inexactos. Es un hecho que las ciudades mexicanas fronterizas tienen altos índices de violencia, prostitución y narcotráfico. Año tras año, Tijuana y Ciudad Juárez —las dos grandes ciudades de la frontera norte— lideran indistintamente estas tres categorías. No es casualidad que los carteles de la droga hayan hecho de ambas, grandes bastiones de corrupción y lavado de dinero. Las tristes historias que día a día toman lugar en las dos ciudades han alimentado el imaginario colectivo estadounidense que tiende a ver las ciudades fronterizas, y a México en general, como un lugar de violencia y peligro. Pero Tijuana y Juárez comparten también otro tipo de similitudes: su población, aproximadamente un millón 300 mil habitantes, es prácticamente idéntica; gran parte de su economía se basa en las maquiladoras; son puntos estratégicos para inmigrantes que buscan cruzar la frontera de Estados Unidos —aunque muchos terminan radicando en estas ciudades— y ambas viven, de forma intrínseca, hermanadas con ciudades estadounidenses, San Diego y El Paso, respectivamente. Las maquiladoras o maquilas son centros manufactureros dedicados principalmente al ensamble de artículos electrónicos o a la confección de prendas y ropas. Su inserción en México se da al mismo tiempo en que comenzaron a documentarse los terribles asesinatos. Más del 90 por ciento de las maquilas son propiedad de empresas estadounidenses. El resto son mexicanas, japonesas, coreanas y holandesas. Esta industria deja beneficios de miles de millones de dólares a estas empresas, ya que pagan impuestos y tarifas muy bajas. En términos de sueldos, los empleados mexicanos ganan $4.50 por día, en el que trabajan no menos de 12 horas, mientras que cualquier empleado en territorio estadounidense cobraría un mínimo de $16.75 por hora. Tijuana cuenta con inmensos parques industriales que albergan 820 maquiladoras. En Ciudad Juárez hay poco más de 350. A diferencia de Ciudad Juárez, en Tijuana existen de forma sólida otras ramas de la economía como los servicios y el turismo. Cada día unos 300,000 visitantes, a pie o en automóvil, cruzan hacia Tijuana, en donde encuentran todo tipo de entretenimiento, restaurantes y hoteles. Un dato importante es la simbiosis entre Ciudad Juárez y El Paso, en Texas. Esta relación supera inmensamente a lo que ocurre con Tijuana y San Diego. Miles de juarenses viven, estudian o trabajan en El Paso. Otros más simplemente van de shopping a los malls de El Paso. Los más afortunados se mudaron —legal o ilegalmente— hace décadas a la ciudad texana, huyendo de la pobreza y la violencia. Al igual que miles de texanos tienen sus empresas en el sur, o van al dentista o a los hospitales, pues sus costos se reducen de forma importante. El tránsito entre Juárez y El Paso es cotidiano. Algo muy normal. Ninguna de las dos ciudades se entendería sin la otra. Pese a esto, Tijuana cuenta con uno de los productos internos brutos más altos entre las ciudades mexicanas, cosa impensable en el caso de Juárez. Otra dato importante es el índice de desempleo entre ambas. Ciudad Juárez lleva años estancado entre el 4.15 por ciento y el 4.78 por ciento. En 2009, un muy mal año, Tijuana tuvo por primera vez un 3.84 por ciento, causando gran expectación. Ambas ciudades son un crisol de México. La desigualdad social es alarmante. Pese a que las dos cuentan con colonias y residenciales en donde el lujo no se escatima, las dos son grandes manchas urbanas en las que las barriadas populares son inmensa mayoría. Si bien en Tijuana hay carencias, es difícil encontrar parajes tan desolados —o al menos tantos— como los de Juárez, ciudad que no hay que olvidar, está en medio del desierto. Con menor desempleo, más industria, una economía más diversificada, Tijuana también cuenta con una mejor planeación urbanística. ¿Pueden explicar estos factores el porqué Tijuana no padece los casos de feminicidio que hay en Juárez? El silencio, el mayor enemigo Curiosamente, la fuerza laboral de Ciudad Juárez son sus mujeres, las mismas que se asesina impunemente desde hace 16 años. Como ya se dijo, la mayoría de las víctimas eran obreras. Casi todas trabajaban en alguna de las maquiladoras establecidas en Juárez que emplean a más de 225,000 trabajadores, de los cuales el 70 por ciento son mujeres. Todas las víctimas fueron sorprendidas por los asesinos mientras iban a su trabajo o regresaban a su casa. Muchas vivían en circunstancias precarias, eran madres solteras, con hijos que mantener. La escritora mexicana Elena Poniatowska entrevistó hace algunos años a las cuatro autoras del libro El silencio que la voz de todas quiebra. Mujeres y víctimas de Ciudad Juárez. Cuatro mujeres de Juárez, todas ex obreras en las maquilas, con poca escolaridad, que ante el asesinato de sus compañeras o conocidas comenzaron a hacer labores periodísticas al ver que los periódicos locales —coludidos con el Gobierno— tergiversaban la realidad aludiendo que las mujeres asesinadas “tenían una doble vida” —o sea, que eran prostitutas y que ellas mismas ocultaban esto a su familia— y compraban el discurso impuesto por Francisco Barrio, entonces gobernador del estado de Chihuahua —en donde ubica Juárez—, quien afirmaba que las mujeres eran asesinadas “por ir vestidas de forma provocativa”. Indignadas y a sabiendas que no eran ni escritoras ni periodistas, las cuatro mujeres se dieron a la tarea de entrevistar a familiares y conocidos en torno a siete casos de feminicidio. Aquí algunas impresiones que resaltan de la extensa entrevista: Para ellas, Ciudad Juárez es una ciudad que vive de madrugada. No solamente por sus bares y cantinas o centros de entretenimiento. También estos horarios los imponen las todo poderosas maquilas. Existen tres turnos u horarios de trabajo. Dos de ellos —el de la noche y el de la madrugada— implican mucho riesgo para las mujeres, pero son atractivos pues representan un sueldo un poco más alto. Ya que los dos turnos coinciden con la entrada y la salida de miles de trabajadores, es entre la 1:00 a.m. y las 3:00 a.m. en que más tráfico automovilístico hay en la ciudad. Las mujeres que viven en barrios alejados deben de caminar largas distancias en calles sin pavimento y sin alumbrado público en su ruta para llegar a las paradas de camiones. Los puntos por donde pasa el transporte público están atestados por cientos de obreras que laboran en las maquilas y que se agolpan en los camiones. Para las madres, los padres, los esposos e hijos de las obreras, cada jornada laboral de una mujer puede convertirse en una psicosis colectiva: media hora de retraso en su hora habitual de llegar a casa es razón suficiente para llamar a la policía y pedir ayuda a los vecinos. Contrario a lo que pueda pensarse, tanto sus familiares como las obreras están agradecidos con las maquilas, pues representan un trabajo, una oportunidad de ganarse la vida. Pero son ellos también quienes piden algunas medidas que mejoren su calidad laboral y su seguridad en los trayectos. Las cuatro autoras son concientes y reconocen que las maquiladoras han traído a Ciudad Juárez un gran desarrollo industrial. Pero según ellas y los familiares de las víctimas, la gerencia de las maquilas no ha hecho “lo que debería hacer”. Consideran que no han provisto las condiciones propicias para que las obreras tengan seguridad, señalando la falta de vigilancia en las inmediaciones de las fábricas y el nulo apoyo para brindar servicio de transporte controlado. Según ellas, las empresas podrían ayudar a los barrios más alejados proporcionando alumbrado público o presionando al Gobierno para que brinde mayor seguridad. Muy importante es que hacen hincapié en que las maquiladoras se han mantenido totalmente al margen en los casos de obreras asesinadas, llegando hasta a esconder información de la empleada, incluso a la misma policía. Por ejemplo, cuál era su trabajo en la maquila, con quién se relacionaba con mayor frecuencia, qué fue lo último que hizo el día en que desapareció. México ha fallado En todos los niveles, se mire como se mire, con respecto al feminicidio en Juárez el Gobierno de México ha actuado de manera lamentable. Lo mismo se puede decir sobre la sociedad mexicana. Dos datos cruciales con respecto a las decisiones del Gobierno: tanto el ex presidente Vicente Fox como el actual presidente Felipe Calderón han apoyado la carrera —y la figura— del ex alcalde de Ciudad Juárez y ex gobernador del Estado de Chihuahua Francisco Barrio, quien hiciera en su momento declaraciones machistas —e indignantes en general— sobre las muertas de Juárez. Su mala fama internacional llegó a tal punto que el pasado mes de abril varias organizaciones civiles canadienses protestaron frente a las embajadas de Montreal y Ottawa en repudio al reciente nombramiento de Barrio —por parte de Calderón— como nuevo embajador de México en Canadá. Como segundo punto, está la sentencia histórica, ocurrida el 15 de diciembre de 2009, en que la Corte Interamericana encontró culpable al Estado mexicano de la muerte de tres mujeres en Ciudad Juárez, obligándolo a reconocerlo públicamente, además de brindar asesoría psiquiátrica a los familiares y darles una indemnización millonaria. Existen otros casos de mujeres en Juárez que podrían unírsele a éste, lo que representa una presión internacional decisiva. Los mexicanos hemos fallado porque elegimos, desde un inicio, el silencio. No solamente decidimos distraer la mirada o acallar con ruido las voces, sino que generación tras generación permitimos que existieran toda y cada una de las características negativas en nuestros núcleos, como para que surgiera una situación tan deplorable y tan penosa. Recuerda: Si callas eres cómplice, pues en Juárez toda mujer, corre peligro de muerte. Para ver la edición impresa de Diálogo en enero haga clic aquí.