A la memoria de Elizardo Martínez
Karl Marx: Greatness and Illusion (Harvard University Press, 2016), de Gareth Stedman Jones, “des-construye” –o desinfla– a Marx, o más bien los mitos que acaso poblaron la imaginación del gran pensador y los que se han creado en torno a Marx y el marxismo, incluyendo el libro El capital.
Un mito no es sólo una imagen ilusoria, sino un emblema capaz de movilizar masas de gente y hacerse parte orgánica de movimientos sociales. (Véase una discusión enriquecedora sobre el mito en Antonio Gramsci, “El príncipe moderno” (circa 1932) y “Nuestro Marx” (1918)) No aparece en el título la palabra mito, sin embargo. En inglés illusion significa idea falsa, apariencia engañosa.
En el libro de Jones resultan especialmente educativas las genealogías de conceptos y movimientos políticos, así como los contextos europeos: historia social, relaciones internacionales, corrientes intelectuales, teorías económicas y filosóficas. Enriquecen nuestra percepción de Marx las citas –algunas bastante conocidas– referentes a su carácter abrasivo y expresiones suyas que hoy podríamos asociar con racismo, eurocentrismo y poder “pequeño-burgués” académico.
Las 730 páginas, informativas y laboriosas, sin embargo dejan al lector preguntándose cuál es el sentido del libro. Es impresionante la cantidad de investigación, fuentes primarias, testimonios, cartas y traducciones, pero a veces parece que más bien conforman un pretexto. La voluminosa correspondencia personal, familiar y política y los comentarios minuciosos pueden parecer una especie de extenso chisme revestido con rigor científico, en tanto no se articula alguna tesis o conclusión.
El libro sugiere que Marx en realidad no fue un dirigente político ni produjo el cuerpo de teoría coherente, consistente y rigurosamente escrito, en términos científicos y filosóficos, que usualmente se le atribuye.
Sin embargo no que hay que identificar la política y obra de Marx sólo con él, como si Marx o algún “filósofo” hubiera debido culminar dicha obra. Esta última tiene carácter colectivo y reclama una “autoría” y una política mucho más extensas. No parece que la investigación de Jones se haya planteado esta cuestión.
En la página 564 pregunta: “¿Hasta qué punto la teoría de Karl fue responsable por lo que vino a conocerse como ‘marxismo’ a partir de la década de 1880? ¿Hasta qué punto el ‘marxismo’ fue un producto conjunto de Karl y [Friedrich] Engels, en los años posteriores a 1867?” (a través del libro Jones se refiere a Marx por su nombre de pila). Aunque son la novedad del libro, las respuestas resultan limitadas.
Más que en la intimidad de los pensamientos y conductas de Marx, el autor hubiese podido concentrar la investigación en los manuscritos de Marx versus la edición que hizo Engels de ellos; en el status que ocupó este tras la muerte de Marx; en la Segunda Internacional y sus intelectuales, teorías y prácticas de educación política y proyección mediática; y cómo construyó a Marx el movimiento comunista que surgió después. Pero la persona de Marx es el centro del libro de Jones.
Confundida con su admiración al gran pensador y su discusión del contexto sociopolítico, Jones deja ver alguna hostilidad hacia Marx, o más bien hacia la insistencia de Marx –que Jones interpreta como obstinación– en ideas distintivas de la teoría política comunista.
Sin embargo, más allá de sospechas y construcciones literarias, difícilmente elabora un argumento sólido. Jones cita numerosas cartas y testimonios, pero a menudo las intimidades que informan no respaldan sus alegaciones –quizá no lo persiguen– y apenas producen conocimiento nuevo o importante.
Para Jones eran “surreales” las propuestas de la directiva de la Liga de los Comunistas, bajo influencia de Marx, en favor de un poder obrero revolucionario paralelo al Estado; que los trabajadores del campo y el Estado controlaran la tierra agrícola; y por una república alemana unificada (página 300).
Añade que Marx, al igual que “las clases propietarias”, “no escuchó el discurso de los trabajadores mismos” (páginas 311-312). También sufría “miopía política” y guardaba “hostilidad hacia la representatividad y el ‘estado político'” (página 311), y “hacia la democracia política y el sufragio universal” (página 337).
Jones dice que Marx se negaba “a pensar el sufragio universal como algo más allá de un síntoma patológico”, y alteró sus apreciaciones “olvidando convenientemente sus continuas censuras” del movimiento democrático de 1848 (página 301). Como suponía “que el retorno de la ola revolucionaria dependía de los ciclos del mercado”, se “consoló” escribiendo que la revolución sería radical (página 341).
Sugiere que el análisis político del pensador comunista respondía bastante a impulsos emocionales, pero lo intenta demostrar mediante formas literarias con que el mismo Jones construye su escritura. Otra vez provoca la pregunta de cuál es el objeto de narrar el supuesto emocionalismo y, más aún, si Jones está identificando el fenómeno moderno del comunismo mundial con la biografía de Marx (como en las narraciones religiosas en que la humanidad se desprende de un dios).
De ser así Jones estaría reproduciendo el mito de Marx, aunque en vez de fundarlo en una potente integridad de su obra teórica y política, lo fundaría en inclinaciones anímicas de Marx según la biografía que escribe el propio Jones. En efecto este parece ser el caso, pues Karl Marx: Greatness and Illusion es una biografía de Marx que busca explicar las limitaciones teóricas y políticas del socialismo revolucionario marxista.
Según Jones, Marx “aclamó” que los británicos destruyesen las industrias nativas de India (página 582). En una ocasión “estalló en furia” mientras explicaba que los sindicatos en Inglaterra representaban una minoría privilegiada de la clase obrera. En el congreso de La Haya de 1872 “su ira no fue menos moderada”, y seis años más tarde mantenía “su enfado con ‘los Gladstones, Brights, Mundellas, Morleys y toda esa pandilla de dueños de fábricas'” (página 530).
Jones narra “la irritación de Karl cada vez que se le preguntaba directamente” sobre el contenido de su proyectado segundo tomo de El capital (página 538). Reaccionó “con furia” al acuerdo de 1875 entre los dos partidos socialistas alemanes (página 555). Jones usa también formas hipotéticas: “Si [Marx] había esperado que El 18 brumario de Luis Bonaparte fuera un éxito sensacional, […] sufrió una decepción” (página 342).
El lector puede cuestionarse si se trata de licencias imaginativas del autor; y cómo podría detectarse toda esa furia en documentos del siglo 19. Conviene recordar aquí la contribución de Mikhail Bakhtin, de que los significados se forman en el lenguaje hablado, más que en textos escritos. Es en el diálogo real y el habla donde se forma la significación y donde los énfasis, las insinuaciones y las cadencias crean entendimiento (ver la obra de M. Bakhtin (1895-1975); también M. Holquist, Dialogism; Bakhtin and his World (1990)).
Leemos los textos con los ojos de nuestro tiempo y con nuestras predisposiciones e ideologías; los “entendemos” inseparablemente de nuestras relaciones vividas, nuestras prácticas y nuestro ambiente.
Jones forma su texto –especialmente en el uso de verbos y adjetivos– para crear una imagen de Marx compatible con prejuicios generalizados, que la presente cultura dominante viene expandiendo, según los cuales los comunistas son de por sí intolerantes, temerosos del libre criterio, antidemocráticos e inclinados al enfado, la arrogancia, las maquinaciones tras bastidores, el sectarismo, el autoritarismo y el idealismo romántico.
No elabora Jones su insinuación, importante y meritoria, de que estos rasgos –en tanto fuesen ciertos– correspondan a las presiones enormes que los comunistas se han autoimpuesto, de cambiar un sistema mundial.
Esta expectativa monumental, en apariencia imposible, se constituye de búsquedas trabajosas y a menudo frustrantes. El caso dramático de Marx representaría y fundaría esta lucha agobiante y sacrificial. El concepto que propuso Antonio Gramsci en el siglo 20, de que el terreno principal de lucha comunista sea la sociedad civil, intenta superar esta tensión.
Marx –escribe Jones– “no tenía total confianza” en su amigo Wilhelm Liebknecht, pues este “tenía una mente independiente” (página 667). Por su parte, Engels “aparentemente temía a [Ferdinand] Lassalle, por tener criterio independiente” y también porque “podría ganarse a Karl” con su agradable personalidad (página 677). Jones asegura que “cada vez que aparecía la oportunidad, Karl disminuía la estima de que gozaba [Charles] Darwin” (páginas 567-568).
Sugiere que en Marx lo decisivo era el entusiasmo (“excitement“), y parece conocer incluso lo que lo entusiasmaba: “Karl respetaba la obra de Darwin, pero no le provocaba entusiasmo”; “lo que sí le entusiasmaba eran las nuevas investigaciones en antropología, filología y prehistoria” (página 568).
Según la narrativa de Jones, el dogmatismo y la inflexibilidad reducían la calidad de los análisis de Marx, pero en varios casos acepta que estos fueron acertados, por ejemplo en sus críticas y sospechas del oportunismo y estatalismo del Partido Socialista Alemán y su subordinación al gobierno capitalista.
El autor escribe que Marx tenía “dificultad” en reconocer la autonomía de la esfera política, pero después admite que apreciaba las instituciones políticas y sus particularidades, al punto de creer que esas instituciones podrían permitir a la clase obrera alcanzar sus metas en Gran Bretaña, los Países Bajos y Estados Unidos (páginas 550-551).
Marx –siempre según Jones– “fue lento en reconocer” los cambios que estaban operándose en Europa después de 1848, favorables a la participación política popular (página 550), y no apreció las reformas políticas liberales (o no se puso en línea con ellas) ni “hizo ningún esfuerzo por comprender las aspiraciones de la socialdemocracia pos-1848” (página 556).
Sin embargo el mismo Jones admite: “Con el sufragio masculino, el sistema representativo que se instaló en Francia después de la caída del Segundo Imperio, y la renovación en Inglaterra de las discusiones sobre reformas, las clases trabajadoras fueron progresivamente reintegradas al sistema político” (página 313).
El libro, pues, alude limitadamente a algo que para Marx era un principio, que el movimiento obrero y socialista necesitaba un espacio político propio e intelectualmente independiente, en vez de reducir su acción política “dentro” del sistema establecido. Es claro que causas diversas limitaron a Marx para crear dicho espacio o “partido”, aunque también puede decirse que, en un sentido histórico amplio, lo creó.
La crítica de Liebknecht, que Jones cita como dirigida contra Marx, a que el partido “se recluya en un castillo teórico, por encima de los trabajadores” (página 667), se ajusta a la visión, bastante común, de que el principio comunista de formar un espacio independiente político e intelectual de la clase obrera implica de por sí elitismo y arrogancia. Pero la ausencia de dicha base independiente contribuye a que sea común la creencia de que es imposible cambiar la sociedad actual y esta será eterna.
Jones selecciona sus palabras para disminuir el análisis político de Marx. Fue “voluntariosa y perversa” la lectura de Marx de los eventos que culminaron en el sufragio universal masculino, en la mayoría electoral que logró Luis Bonaparte y en el golpe de estado de 1851 (página 342); Marx “concedió” que los campesinos que apoyaban a Bonaparte no eran los revolucionarios sino los conservadores (página 339).
Sorprendentemente, Jones escribe que con Luis Bonaparte apareció “una forma novel de política democrática” (sufragio masculino y elección directa del presidente según el modelo de Estados Unidos) que “cambió la forma y el contenido de la política en Francia” (página 335).
Luce que Jones incurre en el error de identificar democracia con elecciones, pues Bonaparte dio un golpe de estado, presidió una expansión inaudita de la corrupción, inauguró el populismo de derecha en Europa y jugó con la guerra para neutralizar la oposición y afirmar su régimen, lo cual llevó a la guerra franco-prusiana, que Francia perdió rápidamente. Francia fue ocupada y humillada por el bando vencedor y su territorio mutilado, acontecimientos que repercutieron gravemente y contribuyeron a las guerras mundiales del siglo 20. Aquí también parece que fue acertada la visión de Marx.
Que Jones use “Karl” a lo largo del libro parece una intención irónica de reducir a Marx a un sujeto psicológico que acaso es dominado por el niño que una vez fue, y amerita tratarse con una condescendencia que recuerda el modo en que un doctor se aproxima a su joven paciente. Quizá una infantilidad alimentó la conducta y obra de Marx, así como la inclinación de comunistas posteriores al mito y al dramatismo revolucionista y heroico. La política y las ideas de Marx, insiste Jones, fueron mayormente marginales y aisladas.
No interroga Jones, sin embargo, expresiones que cita de Marx como “el partido está en todas partes, surge naturalmente del suelo de la sociedad moderna” (página 334) y “el partido en sentido histórico amplio” (página 373). Movimientos sociales de lucha y crítica radical aparecen una y otra vez, así como nuevas ideas “marxistas”, pues las contradicciones que afligen al régimen capitalista están lejos de desaparecer y más bien aumentan, en una continuada agresión a la vida social.
Tampoco Jones favorece el carácter “extra-constitucional” de la lucha de clases según planteada en el Manifiesto comunista, y lamenta que Marx, “en lugar de discutir la transformación democrática del estado, saltara a la idea de un periodo de transición revolucionaria de la sociedad capitalista a la comunista”, en que “el estado ‘no puede ser sino la dictadura del proletariado'”. Dice que mantener esta postura tuvo la consecuencia de que “las ideas de Karl sobre política y partido” fueron marginadas de “la nueva constelación socialdemócrata que surgió en la década de 1870” (página 556).
Pero los siglos 20 y 21 parecen confirmar que para que tal “transformación democrática del estado” tome un rumbo socialista, o siquiera sea posible y duradera, es necesario un poder efectivo y decidido de los trabajadores como clase, desde el Estado, que aplique suficiente coerción al capital (una “dictadura del proletariado”). Por cierto, últimamente el carácter dictatorial del capital aumenta y se endurece con la globalización y el poder financiero.
Resulta convincente el reclamo de Jones de que la entereza de El capital ha sido un mito. El arduo esfuerzo de escribir El capital, indica, causó a Marx terribles problemas de salud, y durante décadas sus proyectos intelectuales y revolucionarios, junto al discrimen y la persecución de que fue objeto, conllevaron una vida de sufrimiento, incertidumbre y pobreza autoinfligida para su esposa e hijos.
Durante la década de 1870 –tras la Comuna de París y sus complejas consecuencias– Marx trabajó en un segundo volumen de El capital, que no terminó. El argumento de El capital no pudo seguir elaborándose “como fue concebido originalmente”; “los pensamientos de Marx sobre el carácter global del capitalismo cambiaban continuamente” (página 534). “Durante los últimos siete años de su vida Karl se tornó cada vez más reservado en cuanto a sus búsquedas intelectuales”, indica el autor (página 540).
Ya que El capital nunca se completó según el proyecto original, señala Jones, lo que generaciones de socialistas han estado leyendo, aparte del volumen I (publicado en 1867), son manuscritos editados por Engels como volúmenes II y III.
El editaje de Engels, quien tenía su propia visión, difiere en ciertos extremos de las aproximaciones analíticas y del texto real de Marx. Los manuscritos originales vienen siendo publicados sin el editaje de Engels, y analizados y comentados; por ejemplo en “Marx’s Economic Manuscripts of 1861-63”, Marx-Engels Archive en línea; Enrique Dussel, Hacia un Marx desconocido: un comentario de los manuscritos del 61-63 (1988); F. Moseley, ed., Marx’s Economic Manuscript of 1864-65 (Haymarket, 2017); y Alex Callinicos, “Marx Deflated”, International Socialism (octubre, 2016). Las nuevas ediciones son resultado de un renovado interés en las obras de Marx.