“Sírvete mucho”, me dice una joven de 20 años, y me mira como queriendo apalabrar con las pestañas. Le escucho los ojos. En la cultura iraní -similarmente a la puertorriqueña- la comida tiene inmenso valor, y un plato medio vacío sería síntoma de no respetar eso. La atiendo, y reconozco en sus palabras las de mi abuelo cada domingo. Guardarle fe a los platos llenos. Internalizado.
Cada mes, de siete a nueve familias iraníes se reúnen en Puerto Rico para cenar. El encuentro de octubre toma lugar en Trujillo Alto, en el hogar de Saideh Mahdavi y Reza Emamy, padres de Mina Emamy, estudiante del recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico. La familia se prepara desde hace semanas para servir como anfitriona, y está lista. Estamos listas.
A eso de las nueve, un cuerpo delgado me recibió en una entrada repleta de figurillas. Era Mina. Tras la bienvenida, un plato. Obedezco a la hija menor del hogar, y a paso lento transito por una hilera de envases blancos colmados de especias, salsas -rojas, anaranjadas y verdes-, verduras, arroces, carnes, ajos y ensaladas. Olores intensos, dulces y salados me trenzan el olfato. Agarro cucharones y voy armando sobre mis manos un reloj gastronómico que, minutos más tarde, la voz puertorriqueña-iraní de Mina me ayudará a ver mejor.
Me pregunto si hay una ruta específica para recorrer el plato que ya no sostengo en las manos sino que descansa sobre la mesa abastecido, de cara al de la universitaria que, cual brújula cultural, me orienta. Siempre se debe comenzar por el arroz. El arroz Basmati es más suave y menos pegajoso que el puertorriqueño, más mantequilloso también, me explica, y apunta los granos blancuzcos salpicados por naranja zafrán.
“Pero yo no como [arroz] pegao’ puertorriqueño. Yo como [arroz] pegao’ iraní”, dice con la voz y acentúa con las manos, como preámbulo al componente del menú que en cada encuentro desaparece con mayor velocidad. Ya, de hecho, se agotó.
Los envases, no obstante, allí quedan. Con suficiente comida para varias rondas más. Apenas faltan 15 minutos para las diez, y para cuando culmine la cena, a eso de la una, habrán varias hileras más de cuerpos cruzados en la cocina. Comer, aquí, siempre es un proyecto latente y a largo plazo.
Para preparar tahdig, lo que Mina llama “arroz pegao” iraní, se coloca una tortilla de harina o rodajas de papa en el fondo de un caldero, hasta que las piscas arroceras quedan incrustadas sobre sus superficies. Mis dedos lo agarrarán como agarrarían a un crujiente “cuerito” de cerdo en Navidad. El tahdig es más suave, y cuando llega a la boca, la aceita, la destensa. A su izquierda, casi recostados de los granos de almidón, quedan dos pedazos de ajo. Mina creció comiendo jarras repletas de ajo. Lo recuerda. Para prepararlos al paladar, se avinagran desde tres meses hasta cinco años y se mezclan con sal.
“Lo vas a sentir medio amargo, ese es el vinagre porque está fermentado. Yo me siento a comérmelo solo”, me advierte Mina, mientras que Shervin Firouzdehghan, su primo, la escucha, la mira, difiere. No comparte la misma fascinación que su prima, me confiesa.
“Es dulce pero suave. Es de esas comidas que después de comértelas vas a tener el olor por horas”, continúa Mina. Y tiene razón. Sobre lo del sabor, al menos. Apenas han pasado segundos desde que di un primer mordisco, pero ahora llevo un limón a mis labios. Redondo, cocinado, a varios granos del Sabzi Khordan, ensalada iraní. Mina agarra la esfera de jugo ácido con su mano derecha, la exprime, traza en gotas su plato, y el mío.
Cuando mastico, miro mi plato. Regreso a la vista para comprobar lo que rescatan mis sentidos. Una mala costumbre. Hay formas del ver que trascienden lo visual, experiencias sensoriales que pudieran andarse en vendas. Yo, por ejemplo, mientras voy probando Gormeh Sabzi, mezcla de cebollas verdes con habichuelas, carne de cerdo y cilantro, pienso en las veces que de pronto se le tensa a uno cada músculo del rostro en reacción a lo poco familiar. Una impresión amarga, cálida, potente y pronunciada me amarra la boca, y pienso en esos instantes en los cuales entrecerramos un poco los ojos para tragar fuerte, por puro temor al sabor que nos permeará el cuerpo, como si con los ojos cerrados los golpes impactaran menos. Eso también es la gastronomía, un puente a experiencias anaqueladas en la memoria. Mina lo sabe.
Por eso, a veces, se sienta en la cocina y observa a su madre interactuar con especias iraníes. Se fija en sus manos. Las sigue con los ojos mientras preparan los platos que a través de los años le han servido para reafirmar su identidad como iraní-puertorriqueña. Esta noche, por primera vez, uno de los envases que me recibieron cuando llegué lleva una receta preparada por la universitaria: Bademjan, berenjena. Para prepararse, se fríe, se hierve, se cocina, y así. Van más de 80 minutos desde mi llegada, y los niños, adolescentes, esposas y esposos que quedan dispersos en el hogar de Mina ya deben haber probado su textura hecha agua en cada bocado. Al fondo, comienzan a sonar melodías persas.
El reloj dicta las 10:23 p.m.
Falta el postre.
Ya viene.