
Cada semana, camino cinco millas u ocho kilómetros por la misma ruta y observo el cambiante paisaje que transcurre de Miramar a Isla Verde. Hacia el este de la Avenida Ponce de León, por la vía que dirige hacia el Viejo San Juan, se descubre, en medio de filas de barras dominicanas y edificios abandonados cubiertos en grafiti, la Calle Mariana.
Esta calle estrecha se llena de carros y tiene un cuchillo con una barra en el centro y un hostal llamado Island Time, lugar donde yo trabajo y llamo casa. El barrio es hospitalario y acogedor. Tan pronto se sale hacia el Condado y se cruza hacia el expreso Román Baldorioty de Castro, la Calle Mariana cambia su identidad. Los edificios se transforman de pequeños, sencillos, multicolores y antiguos a los modernos “rascacielos” de la Calle Wilson.
Su proximidad a la playa transmite un nuevo mensaje. Se palpa otro Puerto Rico que atiende más a un público turístico extranjero que no tiene acceso a ese espacio metafórico de comunidad. Sin embargo, ese turismo de playa de la calle Wilson es efímero y caduca tan pronto se avista el famoso Supermax de la avenida De Diego. La fachada de la clase aristocrática se desvanece y abre paso a otro paisaje, uno con tiendas de ropa económica que forman parte de una escena más local; Condado se transforma en Ocean Park.
El nuevo híbrido que surge es hasta gracioso. De la misma forma que Wilson se transforma cuando el transeúnte llega a la Calle Loíza, la percepción espacial de las personas igualmente cambia. No son pocos los que identifican a la Loíza como “peligrosa”, “aterradora” y “antigua".
Al pasar el Supermercado Plaza Loíza es difícil caminar sin percibir los olores de los basureros de las calles contiguas al residencial Luis Lloréns Torres. Contrario a la percepción que pudiera tener la mayoría, la denominada comunidad “infame”, conocida por sus drogas y asesinatos, no me asusta, a pesar de ser una chica, joven y blanca. En Lloréns Torres, todos me saludan con una sonrisa al verme pasar.
Mi ciudad natal de Nueva York igualmente se considera como unbarrio que hay que evitar, debido a las docenas de personas que han sido detenidas por delitos graves. Pero cuando uno se adentra en una zona muchas veces y comienza a familiarizarse con el área, la impresión inicial se transforma y somos capaces de construir nuestro propio sentido de lugar.
Tan pronto como los edificios anaranjados y grises del caserío comienzan a llegar a su fin, una torre alta y azul surge en la distancia y marca la transición a un nuevo lugar. Me siento como una enana a punto de ser aplastada por todos los edificios altos mientras los letreros que dicen “Viva Carolina” bordean los postes de luz en la acera.
Avisto el océano, pero no puedo oír nada de las olas a causa de la inundación de carros de alquiler y taxis que transitan. Tampoco se puede ver nada de la playa porque el horizonte es solo una mezcla de edificios altos, genéricos y estériles llenos de gente. Llegué a la Avenida Isla Verde.
A pesar de ser un recorrido de corta distancia, la calle, el barrio, la geografía y las culturas cambian dramáticamente. De la opulencia a la pobreza y de la comunidad a la enajenación… Yo, seguiré llamando a Mariana mi casa y continuaré observando el paisaje cambiante y diverso en solo uno de los muchos caminos serpenteantes de Puerto Rico.
La autora proviene del Programa de Intercambio Estudiantil de Brown University.