Las ansias de Eduardo.
Está sentado a un lado del escritorio, ubicado en un pequeño cuarto de paredes azul claro. Sus manos entrelazadas reposan sobre la madera del mueble. Mientras habla, uno de sus pulgares va circulando el otro, formando así un baile entre ambos dedos. A esta danza, se le unen los movimientos de su pierna, que va temblando debajo del buró.
“Hay que estar loco para suicidarse, no es fácil, yo te lo digo bien claro, hay que tener cierto nivel de locura para poder hacerlo”, dice mientras va recostando su torso sobre la mesa. “Bueno, no hay más que decir, no es fácil. Cuando yo hice eso, en el 2009, lo hice con pastillas y pastillas y pastillas, a ver si amanecía vivo a muerto”, cuenta el joven quien lleva casado ocho años, y es padre de un niño de cinco y una niña de tres, mientras recuerda el momento cuando ingirió medicamentos recetados para atentar contra su vida, dos semanas antes de ingresar al Parcial de Carolina del Hospital San Juan Capestrano.
El rostro de Eduardo se vuelve tosco en ocasiones cuando menciona las razones para intentar suicidarse. Los ojos café del hombre de 33 años se mantienen fijos y atentos en sus manos al tiempo que habla. Cada palabra que pronuncia, es segura y sin titubeos. Con su torso apoyado sobre el escritorio, no se cohíbe cuando recuerda las tres veces que ha intentado suicidarse; cada una de ellas con medicamentos recetados para su depresión, entre ellos, Ambien y Klonopin. Luego de cada intento ha sido recluido en el Hospital San Juan Capestrano para recibir tratamiento sicológico y siquiátrico.
Su primer intento suicida fue en el 1993, cuando tenía 17 años y deseaba iniciar estudios universitarios en medicina. Ese año, su primo, a quien Eduardo consideraba como un hermano y con quien compartía la misma edad, falleció en un accidente automovilístico. Tras su muerte, Eduardo comenzó a experimentar deseos de morir, lo que provocó que intentara suicidarse. Luego del intento, tuvo que ser hospitalizado por primera vez para tratar la depresión mayor que había desarrollado.
Un año más tarde, volvió a intentarlo, tras un ataque de ansiedad y una recaída de su depresión. A Eduardo no le queda claro el número de ocasiones en las que ha sido hospitalizado cada vez que le llegan pensamientos suicidas. Pero sí es consciente de la desesperación que siente previo a ser internado en algún hospital de salud mental; sentimiento que él mismo no se explica de dónde proviene.
Ahora, en su último intento de suicidio, Eduardo ya lleva cuatro días recibiendo tratamiento en el Parcial, y aunque asegura que su estadía le ha ayudado a eliminar los pensamientos suicidas de su mente, la ansiedad e inquietud le arropan constantemente, impidiéndole concentrarse.
“Los problemas cuando me acorralan…”, guarda silencio por unos segundos y de su pecho emana un profundo suspiro. “Y ya me siento que no tengo salida, ése es el problema”, culmina su pensamiento con algo de resignación en su mirada.
En esta ocasión, esa sensación, expresa, nació por las preocupaciones económicas y, en particular el perder su trabajo en una agencia de gobierno, donde laboraba desde hacía un año.
“Yo hago mantenimiento de áreas de trabajo. Habían unas cosas que venían haciéndome, y eso me estaba provocando mucha ansiedad y un desbalance en los nervios. Ese tipo de situaciones provocó que tuviera una discusión con la gerente de la institución, que me mandaba a hacer cosas que no me tocaban. Ahí, me descontrolé emocionalmente, y tuve que terminar en el Fondo, porque estaba con los nervios muy alterados”, relata sin reparos sobre lo que asegura fue el detonador para que intentara suicidarse por tercera ocasión, mientras inclina un poco su cuerpo en el escritorio y pone a danzar sus dedos pulgares nuevamente.
Tras el altercado con su jefa, Eduardo culminó su jornada de trabajo para regresar a su hogar. Allí, fuera de la vista de su esposa, comenzó a ingerir de manera descontrolada los medicamentos que le habían recetado. Minutos después, su cuerpo empezó a rechazar las píldoras, provocándole vómitos, lo que alertó a su compañera de que algo no estaba bien. Ella trató de tranquilizarle y ayudarle a ver el error de su acción, pero Eduardo estaba invadido por sentimientos de desvalidez y pesimismo que le hacían olvidarse de vivir.
“Cuando lo hice, estaba esperando lo que viniera. Lo que sea. Me sentía sin ganas de vivir, que no tenía las puertas abiertas, como que no tenía opciones. Es que cuando tú estás en ese tipo de trance se te olvida que tienes de todo, familia. En varias ocasiones en las que he tenido anteriormente episodios, pues me aguanto de hacer algo por mis hijos, pero aquel día no sé lo qué pasó”, explica mientras va moviendo su pierna debajo de la mesa, con nerviosas repeticiones. El incidente ocasionó que Eduardo fuera a la Oficina del Fondo del Seguro del Estado, acompañado por su esposa y tía. Allí un doctor le refirió al Parcial de Carolina, en donde fue ingresado. En su cuarto día, de los ocho que debe de estar ingresado, él reconoce que el apoyo de su familia le hace sentirse tranquilo, porque observa en ellos una preocupación real por su bienestar.
“Al principio fueron un poco reacios, pero me han seguido y saben que tengo una condición. Ellos siempre han estado al lado mío, eso sí no lo puedo negar. En las hospitalizaciones del 93, del 94 y las otras que he tenido, mi madre y mi padre siempre han estado ahí. Y ahora en el 2009, mi esposa que estuvo también y la familia por lo general”, recuerda.
Eduardo nunca se mantiene quieto. Su mirada sostenida y calmada, contrasta con los movimientos inquietos de sus manos y de su pierna. Su cuerpo intranquilo cambia constantemente de posiciones en el asiento, lo que refleja uno de los principales síntomas de la condición médica con la que debe lidiar, para poder estar estable. Pero eso no le impide añorar volver a sus estudios universitarios, pero esta vez para especializarse en enfermería graduada.
“Quiero empezar por si acaso pasa algo… pasa algo. No vaya a ser que me boten del trabajo, porque yo lo que no estoy pidiendo aquí es que me, que me, cómo te digo… que me quiten el trabajo, que no quiera trabajar más. ¿Cómo es que se llama?”, pausa mientras cierra sus ojos y los aprieta esperando a que llegue el concepto a su cabeza. “¡Incapacidad!; pues, yo no quiero eso. Yo lo que quiero es seguir trabajando y que me transfieran de área. Ése es el punto clave”, dice y al hacerlo delinea su plan de vida, mientras sus manos entrelazadas se mueven ávidas sobre el escritorio.
*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para proteger su identidad.
*La autora es periodista y Redactora de Información en la Oficina de Comunicaciones en el Recinto de Río Piedras de la UPR. Estas crónicas forman parte del proyecto de tesis de González Nieves para su proyecto de tesis, presentado recientemente en la Escuela de Comunicación de la UPR. Diálogo publicará cada una de estas crónicas en edicción especial cada miércoles en esta sección.
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