Un estrépito de agonía y victoria asfixiaba los alrededores de un edificio amarillento cremoso. Allí, el rugido rodeaba como el cascabel de una serpiente a cualquiera que cruzara esa cuadra azul, tenaz, hecha a fuerza de una multitud que se alzaba como una muralla, sin tener idea de que sería desplomada.
Un ruido tan fuerte y obstinado que hubiese abrazado y ensordecido a cualquier alma popular que se hubiese equivocado de camino. Olía realmente a nada. No hay nada pasando a las tres de la tarde, salvo un ambiente caótico que no deja saber realmente a quién o qué se debe, pues la tarima estaba vacía y los números eran inciertos.
La avenida seguiría atestada; solo restaba entrar al sosiego de la sala de prensa para no confundirse de oficio, y cambiar el carnet por una camisa azul y una bandera blanca con insignias de Estados Unidos.
Frente a una pared forrada de añil, el director de campaña del Partido Nuevo Progresista (PNP), Ángel Cintrón, aparecía con la contentura y la emoción en los pellejos. Iban a ganar, tenían que ganar, ¿por qué le preguntaban si no iban a ganar? Solo podían ganar, y si no ganaban, bueno, como quiera iban a ganar.
Cintrón es un hombre que calcula sus debilidades, las mide y las tapa con la facilidad de ponerles sábanas a media noche. Obsérvarlo hace simple saber por qué Fortuño se lanzaría sonriendo a un precipicio, si Cintrón se lo pedía.
Pero esa tarde del 6 de noviembre, mirar a Cintrón era como mirar a un jugador de ajedrez que sabía que se iba a quedar sin piezas pero su semblante quedaba impávido, tieso y robusto como el cemento, aunque su contrincante se lo iría comiendo poco a poquito, dejándolo con el sabor agrio de cuando se ha perdido contra el menos fuerte: un niño con chaqueta y corbata encima.
Y Cintrón venía con su frialdad y con su caja de herramientas encima: cada veinte o treinta minutos debía salir y entrar de un cuarto donde nadie tenía acceso, y, luego, mostrar estadísticas apabullantes que ningún periodista entendía. Cinco pantallas reflejarían unos números preparados hace meses o semanas o días; nadie sabe cuándo exactamente. Jugaba con las unidades, con los colegios, con los electores, con el porcentaje.
Mientras la Comisión Estatal de Elecciones (CEE) mostraba los primeros números, Cintrón se volvía obstinado, acérrimo, de piedra: “ya mismo la CEE tendrá los mismos resultados que nosotros”, decía.
Con todas sus mentiras engavetadas, uno empezaba a sentir lástima por el pobre. Hasta era tierno esperar que algún amigo le pusiera la mano en el hombre, lo bajara del podio y le susurra que “ya no importa, que no hay nada de malo en llorar hasta cansarse, que todos perdemos cosas para siempre; igual, uno se levanta”.
En las afueras de la sede del PNP, se oye la algarabía: Jennifer González acaba de llegar. Alguien del público comenta que subió con una caja de donas. Pero el rumor fue desmentido al poco rato. Luego, a las once y pico de la noche, Fortuño le habló a la masa como si no supieran nada. Los gritos se escuchaban hasta en la CEE. Las banderas estadounidenses cobraron un tamaño desmedido. La multitud parecía haberse reproducido y creerle.
Al rato, un gobernador cansado y abatido trató de entrar para hablar con la prensa: “faltan muchos votos por contabilizar”.
Sus ojos, dilatados bajo dos pupilas negras, se enrojecían extenuada y brevemente cuando alguien le preguntaba por qué se ve tan deteriorado. Y así, sin más ni menos, ya nadie creía que iba a ganar, pero nadie le dijo que había perdido. La puerta de donde Cintrón salía y entraba se quedó entreabierta sin querer, un hombre con los ojos aguados y la cara desfigurada se aguantaba el llanto con las manos en la boca; otra muchacha se recostó con el cuerpo jorobado en la mesa; otro asistente, que vigilaba, abría y cerraba la puerta de la sala de prensa cada segundo, ya no la tocaba.
A las doce y pico de la mañana, casi todos tenían los ojos aguados o líneas rojas alrededor del iris. Afuera, no quedaba nadie. Los metales de la tarima no temblabancomo hace una hora. Solo quedaban los servidores públicos recogiendo latas, banderas y derrota.
El escrito formó parte de una cobertura especial para el curso INFP 4001 de la Escuela de Comunicación de la UPR, Recinto de Río Piedras, impartido por la profesora Lourdes Lugo.