¿Por qué a veces salimos del teatro, y quizás también del cine, con la sensación de que el director o directora han realizado un ejercicio más para el ego que para la expresión artística y la comunicación con el público?
Puede darse el caso de que el creador tenga ‘mucho que decir’ y pocas oportunidades de hacerlo, y entonces nos atiborre con sus cientos de ideas, visiones del mundo, ‘mensajes’ y agonías de un ser excepcional. O tal vez la creadora quiera demostrarnos su genialidad en una sola obra; debemos entender que es grande, ‘experimental’, y a la vez ardua, críptica, sólo comprendida por gente igual de cool que ella. Una tercera posibilidad es la de quienes hacen arte para epatar y escandalizar, señalándose como distintos, fuera de los cánones, ajenos a toda tradición y claro, por encima de sus ‘obsoletos’ procederes. Cualquiera de las anteriores intenciones creativas- si podemos llamarles así- son ajenas al auténtico acto de generar la belleza y poesía que participan en nuestro proceso de construcción como seres humanos.
Una obra de arte pretenciosa es aquella destinada a cultivar el narcisismo de su creador o creadora, en lugar de hacer sentido en los imaginarios y sensibilidad de quienes asumimos el rol de espectadores.
Las Instalaciones Coreográficas de Hincapié, presentadas en el Centro de Bellas Artes de Santurce durante el 14 y el 15 de mayo, fueron creadas contra toda pretensión, con la voluntad de oponerse a engolamientos, jactancias o egolatrías. Esa es la primera impresión después de racionalizar la estampida de cuerpos, discursos inscritos en el espacio-tiempo, sonidos, metáforas, emociones y miradas, que nos ofrece un espectáculo como el de Petra Bravo. ¿Pero cómo hablar de una expresión artística sin ínfulas, cuando la Plazoleta Juan Morel Campos acogió la labor de casi cuarenta actrices, músicos, y bailarines? Primero, debemos entender la experiencia en contexto: se trata de un homenaje a las barriadas y artistas de Santurce. Cada coreografía, poema, canción o imagen, dialoga con las calles y ajetreos de la ciudad y su gente, sus luces y sombras. Éste es un espectáculo donde nos miramos sin afectaciones o mojigaterías – abundaremos sobre ello más adelante- porque lo importante aquí es la traducción danzante del ‘Cangrejos’ de hoy.
Santurce es eso, una zona de contrastes entre edificios ostentosos, cultura por todas partes, talento, y también pobreza, mucha pobreza. ¿Y acaso querer abarcar todos esos conflictos no pudiera ser pretencioso? En este caso no; la Plazoleta Juan Morel Campos se transforma en una frontera entre la ciudad que fue y la que es, entre quienes la habitan y quienes fueron desplazados. Las musas- esculturas en bronce de Annex Burgos- coexisten con las casuchas precarias. El concepto escenográfico de Pepín Lugo aprovecha la mayor parte de la plazoleta del Centro de Bellas Artes y su fuente. Nos invita a percibir las incongruencias: ¿cómo se entienden esos pequeños escenarios- casitas y la grandiosidad de un espacio cultural, imponente, de sólida arquitectura? Las altas construcciones de Minillas se proyectan liminalmente en el Fanguito, con los zocos y tablones que les permitían a sus míseros habitantes el milagro de caminar sobre las aguas. Son las tensiones visuales y sociales de nuestro cotidiano, cuando el deambulante se tira –casi performáticamente- frente al Banco Popular; en el proceso de aprender a reconocer los contornos del peligro en la ciudad; o si entendemos que el hospitalillo puede colindar con una mansión, o con nuestro sitio de jangueo.
No hay pretensión alguna en el hecho de dialogar con el día a día, porque difícilmente podremos hacerlo si no es desde nuestra más profunda humanidad, partiendo de lo que nos molesta y nos duele, y también desde lo que más amamos. Hay algo visceral en el acto de reconocerse en el mundo, comprendiendo sus significados, modos de ser, y cómo éste se ha ido conformando. Es lo que algunos entienden por apropiarse del bagaje cultural. Pero ser parte de una cultura no es exclusivamente un proceso racional, sino además poner en juego símbolos y emociones; por ejemplo, cuando se te eriza la piel escuchando las plenas de Atabal, y sabes que esos toques de pandero fueron compartidos por otras gentes y otras épocas, pero que aún son la banda sonora de tu viaje santurcino, e incluso vital.
Las Instalaciones Coreográficas palpitan con la música en vivo. Por un lado esas crónicas sociales interpretadas por Atabal, llenas del dolor y el gozo, reflejo de la complejidad de vivir. Acertadísimas son las voces, guitarra y flauta de Ronald Rosario y Cristina Vives; nos ofrecen sonoridades ancestrales en sus cantos a Yemayá, orisha de las aguas, y otras reminiscencias al palo monte, igualmente de ascendencia africana. Los barriles de bomba tocados por Santo Benítez nos transportan a esa dimensión de la música popular boricua, donde la herencia y la actualidad se combinan para producir algo novedoso, capaz de trascender gustos y fronteras. Igual de potente resulta la interpretación a cappella de Rosabel Otón; el bolero Y entonces, de Silvia Rexach, es una mezcla de fuerza femenina arropada en despecho y amor, pero sobre todo alerta al hecho de que ¨es difícil y muy lento ese proceso de olvidar (…) ¨
Danzar la memoria
Las y los bailarines de Hincapié danzan la memoria; reconstruyen con sus movimientos y presencia una historia de vida, la de las barriadas y artistas de Santurce, pero también se anclan en el presente como protagonistas de la continuidad de esa historia. De ahí el uso del hip hop como expresión cultural contemporánea y forma de denuncia a la situación política y social de Puerto Rico. El rap de José Reyero (en este caso grabado) es contundente, capaz de decir mucho con pocas palabras. La violencia institucional e interpersonal; la corrupción política; la precariedad de barriadas y seres humanos; las relaciones de poder expresadas en los posicionamientos de género, raza, clase social. Todo se baila y expresa, se vive y significa en cada una de las instalaciones coreografiadas para mirarnos de frente y sin hipocresía. Tenemos que entendernos con nuestras pestes, como versa Ángela María Dávila en Déjenme sola con mis cosas. Debemos reencontrarnos con esos seres de la noche que quizás no lleguen a ser musas sino musarañas- casi burla de nosotros mismos- pero así y todo capaces de la maravilla y la creación, como apunta Ricardo Cobián en su poema neobarroco y profundo, jodedor e hijo de estos trópicos.
Hincapié nos ofrece nueve momentos de una especie de coral, donde se interrelacionan música, poesía, imagen, actuación y por supuesto la danza. Si bien el concepto y la dirección artística del espectáculo estuvo a cargo de Petra Bravo, muchas coreografías son fruto del talento de Norberto Collazo y Abraham Texidor; sin embargo otras composiciones se construyeron colectivamente, o nacieron de la improvisación. Porque la pieza descansa precisamente en esa sensación de libertad, sencillez, espontaneidad. Lo apreciamos cuando Atabal comienza a tocar y las musas (Rosabel Otón; Carola García; Kisha Tikina Burgos; Dolores Pedro; María de Azua) ocupan la plazoleta Juan Morel Campos y comienzan a relacionarse con sus equivalentes de bronce. Lo vivo y lo estático dialogan; las figuras mitológicas se vuelven seres animados, mientras un enorme cangrejo (Freddie Mercado), enredado en cintas plásticas de construcción, nos ubica en el espacio de ese ‘destiempo’ del arte, donde otros intérpretes caminan sobre tablones, por encima de lo que antes fuera una fuente, pero que ahora es barrio marginal, caño desbordado, río, mar.
En este espectáculo total todo el tiempo ocurre algo. Sin embargo la mirada del espectador está muy bien orientada. Las musas juguetean, la musaraña, con sus cientos de tetas y pezones al descubierto, se pasea sobre los puentes de madera. Se multiplican los símbolos y cuerpos que aparecen y desaparecen; ahora, cada composición atrapa al público ya sea por la excepcionalidad de sus intérpretes o por el modo en que se integra acertadamente al discurso total de la puesta en escena. Por ejemplo, la coreografía o momento número dos, titulada Andamio en construcción, es sumamente atractiva: Norberto Collazo y Abraham Texidor, se apropian de la sonoridad, el peso y el movimiento de una plataforma de hierro, la cual dominan dibujando unos ritmos vertiginosos, violentos ¡Y en el tope del andamio, una bailarina! Cathy Vigo, dueña de sí misma, con total control de su cuerpo y de cada expresión gestual, enfrenta los tirones, impulsos y giros de sus partenaires; lo hace con belleza y fragilidad, y sobre todo una tremendísima valentía. Entonces esta composición da paso a la número tres, Musaraña, donde no sólo se actúa el poema antes mencionado sino que participan mayor cantidad de bailarines e intérpretes, lo cual obliga a un uso más extensivo del espacio.
Éste es un logro importante del espectáculo: el modo en que se establece un balance entre coreografías complejas, donde intervienen distintos elementos espectaculares además de la música, la actuación y la danza, y otros momentos como el número cinco y el seis, titulados Bomba y Mujer panty, respectivamente. Cuando Giovanna Sosa se enfrenta al tambor de Santo Benítez, el público queda en vilo. La respuesta tradicional de la dama frente a los toques de Bomba se va transformando en exploraciones sobre los límites del cuerpo, los géneros danzarios, los modos en que toda esa tradición pasa por su idiosincrasia de creadora entrenada y virtuosa. De similar forma, prácticamente solo frente a un auditorio fascinado, un bailarín se trasviste para danzar la libertad, la independencia, el amor propio. Jaime Maldonado aprovecha sus múltiples recursos expresivos mostrándonos que aquellos conceptos no aplican solamente a un ineludible entendimiento de lo femenino, sino que son necesidades universales. Maldonado es un performer con unas cualidades físicas que le permiten asumir distintos registros dancísticos y actorales; da gusto verlo en escena. Pero es más satisfactorio notar que junto a él, o a Giovanna Sosa, o a una consagrada como Kathy Vigo, trabajan otros talentosísimos artistas.
Las Instalaciones Coreográficas también se explayan en composiciones grupales como las de Bolero, En el barrio, o la improvisación final al ritmo de la plena. Las y los bailarines José Reyero, Karlo Martínez, Ricardo de Jesús, Madeline Lamboy, JanpiStar, Carlos Santo, Alexis González, Valeria Meléndez, Camila Pérez, Maiesther Muñoz, Cristian Medina, Flavia Vantaggiato, Alejandra de la Torre, Alpha Torres, Julio Hernández, Viviana Calderón y Gabriela Portilla, cumplen sus cometidos satisfactoriamente. Demuestran condiciones y capacidad de integrarse en el discurso escénico mayor, cada quien desde sus individualidades y aptitudes distintivas.
Petra Bravo ha sabido concertar la labor de músicos, actrices y bailarines; artistas con mayor trayectoria y otras y otros apenas saliendo o incluso aún en la universidad. Y esto igualmente echa por tierra cualquier actitud o pose pretensiosa. Se trata de aprender juntos y crecer como seres humanos; lo importante es hacer arte y dialogar con una realidad muchas veces hostil, sobre todo angustiante en los últimos tiempos, pero que aún no logra escamotearnos el espacio de los abrazos y los cariños, la fascinación creativa y la sensibilidad, el compromiso con el lugar donde habitamos y la necesidad de encontrar novedosas formas de apreciarlo y reconstruirlo. Si no, en caso de alguna duda, pregúntenle a esos chicos y chicas que al ritmo de Atabal cerraron cada noche del 14 y del 15 de mayo, entre estrujones y gritos de alegría, sabiéndose partes de una tradición, inscritos en la historia de esas admiradas barriadas y artistas de Santurce a las que supieron rendirles homenaje.