La junta de control fiscal que el Congreso de Estados Unidos está considerando imponer en Puerto Rico sería sin duda alguna una vergüenza nacional. Pero parece que será una vergüenza necesaria e inevitable. La realidad es que los puertorriqueños hemos perdido el control de la crisis financiera y no tenemos la credibilidad ni la fuerza de negociación para encauzar una reestructuración ordenada de la deuda pública sin la intervención de las autoridades federales. Hace dos años, cuando finalmente nos degradaron la deuda pública al nivel de la chatarra, luego de varios años de amagos y amenazas, teníamos todavía la posibilidad de blindar el presupuesto gubernamental para evitar quedarnos sin liquidez. Pero nuestra propia incapacidad para consensuar el sacrificio nos ha cerrado esa puerta: en vez de blindaje fiscal, tendremos que asumir el coloniaje fiscal.
Esto no quiere decir que tenemos que resignarnos simplemente a aceptar lo que el Congreso decida imponernos. Debemos exigir participación local efectiva en el cuerpo supervisor que finalmente se establezca, pero eso no basta. Tenemos también que insistir en que el Gobierno de Estados Unidos nos ayude en dos asuntos cruciales. Primero, el Congreso debe crear un marco ordenado para la renegociación de la deuda y obligar a los bonistas a conceder un plazo cómodo de indulgencia para que la renegociación pueda realizarse sin la amenaza de demandas en los tribunales federales y sin el riesgo de que el gobierno de Puerto Rico se quede sin liquidez. Segundo, el Congreso debe diseñar un incentivo de desarrollo económico para Puerto Rico que permita sentar las bases para reconstruir por lo menos una de las partes cruciales de la economía local: la manufactura de alta tecnología.
En cuanto al primero de estos dos objetivos, es importante reconocer que el problema que hay que atender con más urgencia en estos momentos es el de la deuda pública. Resolver el problema de la deuda no va a resolver todos los problemas económicos de la Isla, pero es el punto de partida obligado para el rescate de nuestra economía. El servicio de la deuda pública es insostenible, por lo que necesitamos negociar una extensión del período de repago, una reducción del costo de los intereses y un recorte de la deuda misma, es decir, una “quita” de parte de la deuda. Esto sólo se puede lograr en una negociación que no será fácil en el mejor de los casos, pero que se volvería sencillamente caótica si los bonistas no estuvieran atados por un compromiso de negociar de buena fe y renunciar a los pleitos judiciales. Así se hizo en la Autoridad de Energía Eléctrica, y aunque tomó más de dos años, se pudo alcanzar un acuerdo. En el caso de la deuda del gobierno central, el Banco Gubernamental de Fomento y varias de las corporaciones públicas, se necesita la mano disciplinaria del Congreso para que los bonistas provean el espacio de respiro necesario, aunque sea a regañadientes. Si la junta de supervisión fiscal no cumple esta función, entonces será de poca utilidad para nosotros.
El segundo objetivo también es urgente, y aún más importante que el primero a mediano y largo plazo. La economía de Puerto Rico no sólo está lastrada por una deuda que impide movilizar las inversión del Estado, sino que también está paralizada por la falta de inversión productiva privada y el desgaste de los sectores económicos principales. Aunque la experiencia nos ha enseñado que no podemos depender excesivamente de incentivos como la antigua Sección 936 para nuestro desarrollo económico, no hay duda de que en la coyuntura actual necesitamos un apoyo externo para revitalizar la manufactura de capital transnacional, porque dicha manufactura es la única fuente viable de inversión productiva en gran escala y a corto plazo con la que podemos contar. Un incentivo eficiente en la esfera federal, que no tiene que ser, y no debe ser, tan espléndido como la antigua Sección 936, puede darle un giro dramático al sector manufacturero, que ha protagonizado un proceso de desindustrialización en las últimas dos décadas, y ayudar a crear una mentalidad favorable a la inversión privada. A partir de eso, tendríamos nosotros la responsabilidad histórica de no desaprovechar ese incentivo como lo hicimos con la sección 936, asegurándonos, entre otras cosas, de promover la creación de eslabonamientos entre la manufactura de capital foráneo y las industrias de capital local.
Si el Congreso de Estados Unidos actúa en estas dos áreas críticas, la vergüenza nacional a la que estamos expuestos tendrá por lo menos un lado positivo, porque nos sacará, aunque sea “a patadas”, del pantano de inacción en el que hemos estado por tanto tiempo. Pero, por el contrario, si el Congreso se limita a imponernos un presupuesto balanceado a fuerza de austeridad y sacrificio, entonces habrá que rechazar y resistir esta imposición colonial.