Algunos dicen que cuando viven en espacios aislados del agua salada, se deprimen. Quizá porque mirar el mar nunca es solo mirar el mar. Es mucho más. Por eso importa lanzarle palabras, así sea desde la mirada.
Al mar se le habla desde alfombras húmedas de arena. O no. Se le quiere cuando se le tiene que querer y se le odia cuando se le tiene que -¿será posible odiar al mar?-. Se le ruegan respuestas. Se le confían las memorias más aguadas. Las más secas. Se le alza la voz en silencio, con puro y hondo dolor encariñado. Se le estima. Se le extraña. Nuestro azulado espejo isleño mucho oculta pero mucho muestra. Mucho arrastra pero mucho trae. Mucho ahoga pero mucho salva. Mucho oxida pero mucho recompone.
Por eso importa regresar a la orilla, siempre regresar a la orilla. Para llorarle al agua, para reírle, para respirar, para mirar al mar. Para eso. Para des(ahogarnos).