Los especialistas en comunicación saludaron al siglo XXI como el primero en la historia en el que la humanidad tendría acceso directo a las luces derivadas del conocimiento de las verdades, a degustar de los frutos del jardín prohibido. Un golpe de ratón, un click, sería suficiente para dispersar las tinieblas del oscurantismo, de la desinformación. Celebramos el ilusionismo de la globalización y quisimos creer que en su carrusel festejaríamos la trasparencia de lo que acontecía dentro de ella, inocencia de las primeras edades.
El estar híper-conectados lo llegamos a aceptar como una condición. Lo entendimos como un nuevo modus de nuestra conducta social y lo convertimos en un imperativo de nuestra modernidad. Aceptamos dar un paso trascendental al hacer de lo íntimo lo público. Lo siguiente fue ver la proliferación de soportes digitales para extender nuestra comunicación y la comunicatividad.
La selva tecnológica nos atrapó en sus enredaderas. Y disfrutamos al columpiarnos en ellas. A partir de este momento, lo impactante se impuso sobre lo importante.
La evolución tecnológica desdibujó la idea de futuro y nos introdujo en su presente. Es decir, empezamos a vivir en un presente constante dentro del futuro, y no en un futuro que forma la raíz metafórica del presente. Los rápidos avances en los campos de la tecnología y la comunicación han querido crear la idea, la seguridad, la garantía de que estos ‘progresos’ son sinónimo de mejor y mayor acceso a la información. Pero nos hemos equivocado.
El siglo XXI debe entenderse a partir de la desinformación como ecuación comunicacional y un ideal superfluo y tramposo de que la información que se nos brinda es la correcta y creíble. Es una fórmula rentable y funcional –fundacional para los grandes emporios de la comunicación, esos grandes magos de nuestro tiempo que tienen la potestad de ocultar y desnudar lo que ellos quieran que acontezca en nuestra modernidad.
¿Cómo explicar que el ser humano nunca había estado tan desinformado como ahora? ¿No era acaso el siglo XXI el siglo de luces que ansiábamos? Hay dos estampas muy visibles de esta realidad. La primera de ellas acontece dentro del Vaticano, en la lucha por el sucesor de la silla de Pedro.
Los purpurados brasileños exigen ‘estar bien informados’ y conocer las conclusiones de la investigación en torno a los ‘Vatileaks’. Se lo piden a los más altos mandos de la Iglesia Católica, la gran matrona que ha ocultado en Occidente los abusos sexuales a menores.
Le petición de los purpurados brasileños apenas está siendo audible porque no encuentra eco en la acorazada muralla de medios de comunicación que rechazan hacerse eco de esta información.
"Si tenemos que tomar una buena e importante decisión, debemos tener información al respecto" –reconoce el purpurado sudafricano Wilfrid Napier. Él se ha sumado a la posición de los brasileños, interesados en terminar con los secretismos torpes y anacrónicos del Vaticano. Es fascinante cómo una institución de tal naturaleza, que se dice proclive a la verdad y la trasparencia, es todo lo contrario a lo que predica.
En la medida que las conclusiones del Vatileaks no lleguen a la calle, a la boca del pregonero, entonces se desconocerá la arquitectura del lobby gay de cardenales y el nivel de corrupción dentro de la Iglesia de Roma. Es un ejemplo de cómo la desinformación adquiere el grado de política de masas.
Otro ejemplo lo encontramos más lejos de Roma, en Venezuela.
Durante semanas se registraron manifestaciones, cada vez más numéricas y sistemáticas, de distintos sectores pidiendo conocer la verdad en torno a la salud del presidente Hugo Chávez.
La exigencia se tradujo en hechos cuando al vicepresidente Nicolás Maduro le resultó imposible ocultar la gravedad del Presidente Chávez, anunciando su muerte el pasado martes 5 de marzo. Durante más de setenta días, el gobierno de Venezuela prefirió desinformar como estrategia.
Se pensó que repartir limosnas sobre la salud del presidente resultaría suficiente para calmar las aguas de quienes exigían conocer más. Sucedió lo contrario.
Estos son dos escenarios donde se ubican exigencias directas por ‘conocer la verdad’ y de ‘acceder a la información correcta’. A todas luces paradójico, en el marco de un siglo que se declaró contrario al ‘oscurantismo’.