Truenan los generadores, calienta el inclemente sol de verano, hombres fornidos hacen fila con grandes baldes para recoger agua, las viviendas son frágiles y las calles polvorientas pero Villas del Sol es una escuela donde los residentes dan clases de humanidad. Si un niño se golpea jugando, el adulto más cercano lo apapacha, lo cura sin importar de quién es, es de la Villa, si comete una falta, igual, cualquiera lo disciplina y le enseña con respeto, recibiéndolo también del niño. Se respira la solidaridad, la amistad, el compañerismo. Pero la mejor enseñanza de lo que es eso que los cristianos a veces practican poco y llaman amor al prójimo la recibí allí. Fui a visitar a Maritza y su bebita Marisol. Hermosa, rolliza, cachetona como su madre, con largos y fuertes deditos –¿será pianista o quizá volibolista algún día? ¿Representará a Puerto Rico o a la República Dominicana? Es igual, es caribeña pura. Chupaba y dormía feliz en los brazos de las mujeres que competíamos por acurrucarla. Llegó otra mamá con su niño, más grande, ya caminaba, jugaba, lo miraba y rebuscaba todo, aprehendiendo el mundo. Le pregunté si tenía otros, me contestó que hace un año tuvo trillizos que murieron bebés. Miraba a Marisol y Maritza con ternura pero también con dolor, el dolor de los trillizos desaparecidos en un cementerio del valle del Toa, en un país de exilio y también de acogida. Eso le queda de aquel parto, tres lápidas y un pedacito de tierra borincana. Rompió a llorar, qué difícil para todas, ¿cómo brindar consuelo? Laura le abraza y Maritza, sin levantarse del sofá, la miró bien fijo y le dijo: “Aquí está Marisol, cuando tengas necesidad de acurrucar una bebé, cógela, dale un beso, mécela en tus brazos, quédate un rato con ella, te la presto.” Jamás había visto una muestra de solidaridad como esa. Me preguntaba si yo hubiese sido capaz de ese gesto, si cuando llevé los míos a casa recién nacidos, cuando no quería soltarles de mis brazos, ¿hubiese sido yo capaz de esa muestra de solidaridad, de calor humano? De veras no lo sé. Sí sé que no fui la única allí que se lo preguntó y que la Maritza nos dio una gran lección a todas. Una lección de cómo podemos vivir unos con otros, de lo que es de veras eso que con tanta liviandad llamamos comunidad. Sé que con una maestra así, Marisol, sea pianista, volibolista o quizá maestra, aprenderá a ser un gran ser humano. La autora es profesora de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.