En el siglo XIX y en las primeras décadas del XX, las caricaturas de los tabloides de moda representaban a los potentados como unos señores muy gordos, -casi siempre tocados con un sombrero de copa y un habano en la boca-, que hacían ostentación de su riqueza delante de unos ciudadanos muy pobres vestidos con harapos y delgados hasta la caquexia. Esa era, hasta hace cuatro o cinco décadas, la imagen icónica de la riqueza y la pobreza: los ricos gordos, los pobres flacos. ¿Pero qué ha ocurrido desde entonces? Pues que la obesidad, antes muy poco frecuente, -como poco frecuentes eran los ricos icónicos-, se ha ido extendiendo como una mancha de aceite por todo el mundo, y cuando decimos todo, nos referimos al mundo desarrollado, al mundo en vías de desarrollo y al profundamente subdesarrollado. No es común ver obesos en la alfombra roja de los premios Oscar [Queen Latifah sería una elegante excepción] o en una fiesta de la jet set italiana, pero salga a caminar por una calle cualquiera de Madrid o Washington, de El Cairo o Shangai, de San Juan o Bombay, y póngase a contar a la gente que está sobre peso. En unos pocos minutos va a perder la cuenta. ¿Por qué? Pues porque la obesidad hace mucho tiempo que dejó de ser una condición de ricos barrigones para convertirse en una epidemia, -diríamos mejor pandemia-, que ha tocado, sin hacer distinciones, a todos los países, a todas las etnias, a todos los géneros y a todos los grupos sociales. La esencia humana no ha cambiado, pero el mundo sí ha cambiado en muchas cosas, y una de ellas es la forma en que las personas se alimentan. Aunque las estadísticas no siempre son del todo confiables, un análisis serio basado en la población de América del Norte, China, Australia, algunos países de Europa y el Oriente Medio demuestra que desde 1980 la obesidad se ha triplicado, y ese ritmo se mantiene a todo tren. Y lo más llamativo es que la obesidad se incrementa cada vez más en las franjas poblacionales de menos ingresos económicos, que son, al mismo tiempo, las más expuestas a los problemas de salud que genera el aumento desmedido de peso: diabetes, hipertensión arterial, enfermedades vasculares, lesiones articulares y un amplio etcétera. Hace 50 años, los médicos reconocían un peso normal o incrementado como signo de nutrición adecuada, y un peso por debajo de la normalidad como signo de malnutrición. Tenían razón. Pero hoy todo se ha trastocado, y un obeso casi siempre está mal nutrido, lo que se explica por una dieta hipocalórica con muy pocos y desbalanceados elementos verdaderamente nutricionales: proteínas de buena calidad, minerales, oligoelementos, vitaminas, etc. A esto podemos añadir los cambios profundos en la actividad física que han generado los adelantos tecnológicos: televisión, transporte público, oficinas, Internet, elevadores, juegos de video de bajo costo, automóviles, automatización del trabajo mecánico, entre otros. Si tomamos en cuenta la percepción de la obesidad como una forma de bienestar; la sensación de inevitabilidad que produce la obesidad mórbida; el incremento de la depresión que se manifiesta a su vez como un estado de abulia y abandono físico, y, claro está, la ofensiva mediática agresiva de las compañías que venden comida rápida, el futuro del control de la obesidad nos parece francamente desolador. Aunque la obesidad sigue en aumento, debemos ser optimistas. Todavía hay tiempo para crear políticas saludables que ayuden a solucionar este problema serio del género humano. El Dr. Félix J. Fojo es ex profesor de la Cátedra de Cirugía de la Universidad de La Habana.