
El calor de la tarde había secado el camino a tal punto que nuestras pisadas provocaban un leve polvorín que cubría nuestros zapatos y piernas, al descubierto. Alcé la vista preguntándole a Abuela hacia dónde nos dirigíamos, pues nos habíamos desviado de la ruta de regreso a la casa.
Veníamos de visitar a su hermana, Antonia, pues tras varias horas de conversación entre ellas, y de mi exploración de los alrededores de la viejísima casa en busca de tesoros y secretos imaginados nos apurábamos para cruzar el cañaveral antes de que oscureciera. Pero ese sábado Abuela se despidió mucho antes de lo acostumbrado.
Nos dirigimos hacia una pequeña estructura rectangular con paredes y techo forrados con planchas de zinc, donde tío Joaquín, el esposo de tía Antonia, guardaba los sacos de granos que vendía en su pequeña tienda de comestibles en el barrio Caricaboa.
La estrecha puerta de dos hojas de la estructura, en una calva del cañaveral, estaba oculta por un enjambre de hombres de todas las edades que se balanceaba tratando de ver hacia adentro. Los sonidos de un acordeón de mano, un güiro, unas maracas y un cuatro se fueron fundiendo según nos acercábamos, hasta producir música. Un niño un poco mayor que yo advirtió a los porteadores que Abuela se acercaba. Todos nos abrieron paso.
El interior estaba casi en penumbras, como correspondía a aquel cajón de metal con solo dos ventanas de una hoja en paredes opuestas y una puerta sofocada por los curiosos, cerca del anochecer. Adentro, apenas había espacio para nosotros, pero un hombre junto a los músicos se levantó y le cedió a abuela el saco de habichuelas sobre el que estaba sentado, y ella, agradecida, me acomodó en su falda. La pieza musical terminó y el güirero lanzó un reto: “¿Qué, aquí no hay hombrej que se atrevan a sacar a laj mujerej?”, y marcó el compás para empezar una mazurca.
Los hombres, que superaban en número, estaban amontonados en los alrededores de la puerta, y las mujeres, en el pequeño espacio sobrante. Entre ellos, se pasaban botellas de pitorro y hablaban y reían en voz alta durante el receso musical. Las mujeres se esforzaban por evitar llamar la atención con sus voces y risas, y algunas de mayor edad llevaban su “jarabe para la tos” en el bolsillo de sus faldas, para su consumo, con gran disimulo.
Casi de inmediato, un hombre delgado, de tez cobriza, se movió frente a los músicos, se quitó el sombrero con un gesto lento y elegante, y se inclinó frente a una de las mujeres, que, tímida y ruborizada, se escondió entre el grupo. Sin prestarle mayor atención al desplante, e incentivado por los comentarios que le dirigían los demás hombres, repitió su ceremonia frente a una mujer mayor que él, que titubeó por un momento, pero que aceptó la invitación. Todos aplaudieron a los valientes y pronto dos parejas se les unieron.
Noté que enseguida varios hombres dejaron su grupo y se fueron junto a varias mujeres. Ellas, por su parte, dejaron la conversación con las demás mujeres, se acomodaron junto a ellos y se mantuvieron calladas y serias. Una vez reanudada la música, los espectadores atendían con respeto solemne y los bailadores apenas se miraban a los ojos mientras, entre saltitos y tropezones honraban la labor de los músicos.
Para entonces, el fuerte aroma de perfumes y talcos de baño se fundía con el avasallador del sudor. El calor era sofocante. El vapor se volvía cada vez más denso y el sudor poblaba los rostros de gotas y surcos. Las camisas originalmente blancas se pegaban a los torsos y espaldas, y los trajes se acentuaban en las caderas y en los bustos.
Llegó el momento de encender los jachos, que se colocaron en las tablillas previstas para ello. El güirero anunció un seis fajardeño, que interpretó un niño de unos once años, que todos escucharon en absoluto silencio, y que sirvió de licencia para que muchos salieran a respirar el aire frío del exterior.
Abuela se percató de lo tarde que era y preguntó si alguien iba en nuestra dirección, para irnos acompañados, pero nadie pareció querer abandonar la fiesta. De todos modos, una conocida de Abuela le prestó su jacho para que nos ilumináramos el camino y una manta para que me abrigara del frío de la noche, y así nos despedimos.
Comenzamos a atravesar la oscuridad absoluta del cañaveral. De repente, Abuela se paró en seco. Alzó el brazo con el que sujetaba el jacho, como buscando algo o a alguien. Se sonrió satisfecha, cerró los ojos y tarareando la mazurca que habíamos escuchado en la fiesta, comenzó a danzar.
El autor es profesor en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.