Winston Churchill plasmó en 1946 con una frase histórica el nuevo fenómeno de la escena europea: “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un telón (“cortina”, en algunas traducciones literales) de acero (“hierro”, en el original) ha descendido sobre Europa”. Fue el anuncio de la novísima visión de Europa tras la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y del principio de la Guerra Fría.
Los remedios ante ese diagnóstico fueron varios. Del lado norteamericano, la advertencia vino en 1947 del “memorando corto” firmado por “Mr X”, el diplomático George Kennan, artífice de la doctrina de la contención. Era la base de la resistencia de Washington a los argumentos de Moscú.
Así se crearía la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Por el lado europeo, la respuesta fue la Declaración Schuman de 1950, sobre el guión de Jean Monnet, con la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), apoyada por Estados Unidos, no solamente para amaestrar el nacionalismo europeo, sino como facilitadora de la distribución de la ayuda del Plan Marshall. Se procedía al desmantelamiento de las barreras nacionales y apoyo a la supranacionalidad.
Hoy la sentencia histórica de Churchill podría reescribirse diciendo que desde el Polo Norte hasta Gibraltar se ha detectado el regreso de un telón de acero, multiplicado en medio centenar de muros nacionales. Un viejo protagonista de la historia europea se ha reinstalado: la nación, y peor, el nacionalismo. Las causas han sido varias.
Los problemas encarados por el proceso de la Unión Europea (UE) se detectaron claramente con el fracaso del tratado constitucional en 2005. Cuando los electorados francés y holandés vetaron el texto, la reacción vino en cadena y simplemente se optó por abandonar el grandilocuente proyecto y sustituirlo por el Tratado de Lisboa, una miniatura compuesta por los aspectos básicos. Se consiguió cauterizar el daño del arriesgado y ambicioso proyecto, pero el maquillaje no consiguió más que ocultar la fuerza de sus ambiciones. Los sectores de la resistencia tomaron debida nota y se aprestaron a la venganza contra lo que se interpretaba como un super-estado que sustituía al genuino estado-nación.
En el contexto de lo que se consideró como apresurada ampliación de la UE con la incorporación de diez países más, ocho de ellos antiguos miembros de la alianza bajo los soviéticos, la oposición se reforzó con la crisis económica consiguiente que convenientemente se atribuyó a las deficiencias de la instalación del euro. Fue un chivo expiatorio idóneo. La explosión inmigratoria con el refuerzo de la invasión de refugiados fue el siguiente golpe, maquiavélicamente explotado por las fuerzas nacionalistas.
Las debilidades de las instituciones europeas, poco preparadas para actuar en conjunto, dependientes de las acciones individuales de los gobiernos de los estados, causaron una sensación de orfandad que las fuerzas nacionalistas se apresuraron a rellenar con renovado entusiasmo. De la vieja época en que se había señalado al estado nacional como el causante de la tragedia europea se pasaba raudamente a rescatar la fuerza nacional como soporte del Estado.
En el seno de la Unión Europea se exigía a los países deudores (notablemente, Grecia) la reparación urgente y el cumplimiento de políticas de ajuste y recorte de gastos. La reacción nacional no se hizo esperar: la UE era el nuevo ogro transnacional al que urgía enfrentar. Como oposición a las consignas de Bruselas para la recepción, distribución y adaptación de inmigrantes indocumentados y refugiados, algunos países (curiosamente, algunos de los más recientes miembros como Hungría) optaron por el cierre de sus fronteras y el refuerzo de sus argumentos nacionales.
Al otro lado del Canal de la Mancha los resquemores británicos acrecentaron sus privilegios de rechazo al acuerdo de Schengen y el euro, con la convocatoria del referéndum de abandono de la UE (“Brexit”). Los argumentos económicos de pretendidas desventajas laborales se presentaron reforzados por reclamos de identidad nacional ante la percibida amenaza a la esencia del país.
En Francia se han repetido las señales nacionalistas desde los conatos de Marine Le Pen hasta la tortuosa actuación del gobierno de François Hollande, culminando con la petición de carpetazo al Acuerdo de Comercio e Inversiones con Estados Unidos (TTIP). La cercanía de las elecciones presidenciales en 2017 es paralela a las circunstancias en Alemania, donde Angela Merkel está pagando el precio de su apoyo a la apertura de la inmigración. En su propio feudo de Meckemburgo-Pomerania ha cosechado una derrota electoral ante el partido xenófobo de Alternativa para Alemania (AfD), preludio de un desastre nacional el año próximo.
Son vientos atormentados europeos que han sido reforzados por la campaña presidencial en Estados Unidos y la reticencia-oposición de los candidatos al libre comercio. Aunque el panorama norteamericano se aclare en enero, los problemas europeos no desaparecerán. Habrá que encarar los efectos perniciosos del nacionalismo.