En su reciente discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente estadounidense, Donald Trump, se reiteró en los temas clásicos que le caracterizan: el “excepcionalismo” estadounidense, el fortalecimiento de la defensa y el mantenimiento de la identidad tradicional de Estados Unidos.
Todo su discurso estuvo imbuido de una ideología aislacionista que parecía haber perecido en 1941 cuando Japón atacó sorpresivamente a Estados Unidos, acto que llevó a este país a asumir una participación activa e ininterrumpida desde entonces como la principal potencia hegemónica internacional.
Por primera vez en siete décadas, un presidente estadounidense ha cuestionado los principales preceptos ideológicos de lo que ha sido la inserción estadounidense en el ámbito internacional y sobre los cuales se forjó una política de estado compartida por Republicanos y Demócratas durante los pasados 70 años: 1) tratados de libre comercio como forma de consolidar la hegemonía económica estadounidense, 2) alianzas militares dominadas por Estados Unidos como instrumento de hegemonía estratégica, y 3) alianzas políticas de estado como mecanismo de hegemonía política.
Los tratados de libre comercio han sido, una vez más, cuestionados por el presiente Trump. Este tipo de tratados aglutinan oposición dentro de un espectro amplio de la opinión pública estadounidense, no todos ellos seguidores de Trump. Incluso, algunos apasionados opositores a Trump, como los seguidores de Bernie Sanders y los sindicatos, han sido severos críticos de estos tratados.
Tras 30 años de subscribir este tipo de tratados, la evidencia demuestra de forma contundente que solo favorecen a una ínfima élite oligárquica atrincherada en ambos partidos y representada políticamente por apellidos aristocráticos (Bush, Clinton) dentro de Estados Unidos y que ese país ha perdido millones de puestos de trabajo como consecuencia de la expatriación de empresas, que se radican en otros países aprovechando dichos tratados. Trump conoce bien esta situación y el recelo que genera, y con gran astucia ha sabido explotarlo con su característico histrionismo, muy a su favor.
En cuanto a las alianzas militares, son un aspecto que Trump también, como empresario exitoso, ha sabido explotar a su favor políticamente. La estructura de alianzas militares establecidas por Estados Unidos desde 1948 ha sido muy útil en términos de la consolidación geoestratégica de la hegemonía estadounidense. Estas han sido un factor clave en la consolidación de una Pax Americana (a veces exitosa y otras veces no).
Sin embargo, el costo financiero de mantener la hegemonía (“imperium”) es alto para cualquier entidad, particularmente cuando se extienden más allá de lo que pueden financiar (como ejemplos históricos, el Imperio Romano, el Imperio Británico y la Unión Soviética, todos tuvieron que revertir en algún momento su expansión). Por ello, Trump ha establecido una estrategia muy sagaz de criticar la OTAN como alianza obsoleta y muy costosa para Estados Unidos. Ha aprovechado muy hábilmente los temores de los aliados europeos de Estados Unidos para exigirles que aumenten los gastos en defensa y sus aportaciones a la OTAN, so pena de abandonar la alianza.
Ante las políticas reivindicativas de Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, cuyo principal objetivo ha sido el revisionismo de la política exterior de Rusia con el propósito de recuperar una posición hegemónica y geoestratégica para Rusia –si bien no tan ambiciosa como la de la Unión Soviética ciertamente en la periferia de Rusia (Europa Oriental, Cercano Oriente, Asia Central, Asia Oriental)–, los estados europeos parecen estarse tomando en serio las amenazas de Trump. Algunos de estos países ya están respondiendo al llamado del presiente norteamericano para aportar más a su propia defensa y depender menos, al menos financieramente, de Estados Unidos.
En términos de las alianzas políticas, el presidente estadounidense también ha manipulado causas, de las cuales está consciente, que pueden ser muy populares. Aun cuando se le acuse de hacerlo con un estilo demagógico y populista, lo que no puede negarse es su éxito en términos de movilizar favorablemente a un sector significativo de la población que busca chivos expiatorios para los problemas objetivos que enfrenta Estados Unidos (desempleo, desindustrialización) y problemas percibidos (transformación de la identidad nacional estadounidense a consecuencia de una inmigración masiva no europea).
En ningún ejemplo resulta más dramático este cambio de política como en la política exterior hacia México. La histórica alianza política con México y el temor que anteriores presidentes estadounidenses parecían proyectar a enemistarse con dicho país han sido radicalmente subvertidos por Trump. Su política, incluso, no ha disimulado su desdén y menosprecio por su vecino meridional y no ha vacilado en plantearle claramente, en contra de todo protocolo diplomático, lo que realmente piensa sobre su hasta ahora socio económico y político.
Como anverso de esta política revisionista relativa a las alianzas políticas Trump ha dejado claro en su discurso que Estados Unidos podría reconciliarse con estados que han sido sus adversarios durante décadas. En este ámbito se puede predecir con cierta certeza que se está refiriendo a Rusia y a Siria, puesto que ya ha manifestado reservas respecto a las políticas de administraciones anteriores con relación a estos estados. Resulta incluso intrigante que, al menos hasta el momento, no da indicios de adoptar políticas hostiles hacia Cuba y Venezuela, como algunos analistas erradamente habían anticipado.
De realizarse esta política estaríamos ante uno de los cambios más dramáticos en la política exterior estadounidense en más de un siglo; se estaría cuestionando el axioma prevalente en la política exterior de Estados Unidos de antagonizar a todo estado que no reconozca su hegemonía. El secretario de Estado, Rex Tillerson, ya ha manifestado la disposición de Estados Unidos de cooperar con Rusia, al menos en algunos ámbitos, y de negociar con el presidente sirio Bashar El-Assad. Trump reconoce que Estados Unidos podría reducir dramáticamente los gastos de defender a Europa si llega a un acuerdo con Rusia y que El Assad, a pesar de sus defectos, es el presidente más laico en el Cercano Oriente, región seriamente amenazada por el fundamentalismo islámico.
El discurso de Estado de la Unión del presidente Trump replantea de manera revisionista, y casi subversiva, 70 años de política exterior estadounidense, incluyendo críticas severas contra el sistema de Naciones Unidas. Además, parece encaminar a la potencia norteamericana hacia una reivindicación del aislacionismo de los 1920, fundamentado en un nacionalismo chauvinista y, en ocasiones, xenófobo; dando un golpe contundente a unas élites políticas que han dominado la política exterior del país (las que el sociólogo C. Wright Mills llamase ‘The Power Elite” o el expresidente D. Eisenhower bautizara como “El Complejo Militar-Industrial”).
Esta política, aún con sus aspectos sumamente oscurantistas, generará apoyo hacia Trump entre algunos sectores de clase trabajadora e incluso otros de clase media que han visto cómo las élites (Bush, Clinton) han consolidado su poder político, económico e internacional en detrimento de lo que las protestas contra Wall Street de 2011 llamaron el “99%”de la población.