En un artículo publicado recientemente (18 de septiembre) en la sección de Negocios del diario El Vocero se pide al Gobierno que, una vez anunciada la sentencia, se lleve a cabo la ejecución. La sentencia es la aparente determinación de despedir a más de 30 mil empleados públicos con el supuesto propósito de reducir las economías del Estado –“no hay más sitios donde cortar”, plantea la nota-, y la ejecución supone el fin del deambular de miles de familias en el corredor de la incertidumbre que “están postergando decisiones de compra” porque no saben si en pocas semanas se sumarán a la estadística de los desempleados. “No podemos vivir la incertidumbre de los despidos mucho tiempo más”, reclama Aitana Orts Llorca, firma con carácter de seudónimo poco trabajado, para luego explicar por qué es necesario que el Gobierno haga lo posible por “finalizar con la inseguridad de no saber cuándo van a producirse más despidos”. “No se puede postergar esa decisión, por más traumática que resulte”, urge la articulista, para quien está claro que hay que rematar a la víctima para que no sufra más. Una semana antes (11 de septiembre) el periódico Primera Hora nos brindaba el perfil de la mayoría de los sacrificados de la segunda ronda: “mujeres de mediana edad, con buena preparación académica, más que los hombres, aunque ganan menos que ellos…(…) muchas son maestras, jefas de familia, con un hijo menor de 18 años, pagan una hipoteca y tal vez ellas son el único sustento del hogar”. Y adelantaba que los despidos podrían empujar a muchas familias a la emigración, convertidas en población excedente, es decir, en personas incapaces de encontrar empleo en su país de origen. Son los sacrificados de una nueva reingeniería social que pretende acabar con la idea del Gobierno como lo hemos conocido hasta hoy. En términos generales los cambios y la falta de información precisa sobre los mismos generan mucha ansiedad. Y los relatos periodísticos de las últimas semanas hilan la alarma social, la angustia y el miedo producido por la rumorología gubernamental en torno a los despidos masivos y por el discurso cínico de esa no es la información que yo tengo articulado destempladamente por la rama ejecutiva. El nudo de tensión del escrito de El Vocero (independientemente de que pueda parecer el lamento de un representante de la banca hipotecaria o los dealers de carros) es que el miedo paraliza y eso tiene consecuencias sobre el clima de inversión, la oferta y la demanda, y la confianza de los consumidores. Según Rafael Rojo, ex presidente de la Asociación de Constructores de Hogares y citado en otro artículo publicado en El Nuevo Día (20 de septiembre), esa incertidumbre se siente aquí desde el 2006 y es la que explica el excedente en el inventario de viviendas en la isla. La posibilidad de ser excluidos de la sociedad de consumo como consecuencia del desplazamiento laboral es uno de los principales temores que experimentamos en estos tiempos, según explica Enrique González Duero en su libro Biografía del miedo. No obstante, hasta mediados de la década del sesenta no era así. Por el contrario, el trabajo y la familia eran los dos grandes ámbitos de seguridad que conservaban los seres humanos. Sin embargo, aquellos vientos cosecharon estas tempestades y hoy somos parte de una sociedad individualista y narcisista que poco a poco se ha visto en la necesidad de aceptar la precariedad laboral, el trabajo flexible o el subempleo para no quedar fuera de la cultura del consumo. Más aun, nos ha alejado de los esfuerzos conjuntos reivindicativos y de la cosa pública. Esa interpretación nos ayudaría a comprender el silencio de la sociedad civil puertorriqueña ante los despidos masivos de empleados públicos que se perfilan en el horizonte. Y nos permitiría poner en perspectiva los argumentos esgrimidos en el artículo “El fin de la incertidumbre”, publicado en El Vocero: los seres humanos han de cargar con el desempleo masivo como un destino personal.