“Mucho espejo y mucho espejo, pero se fue sin pagar”, dice el cándido aprendiz Luis al grandilocuente mago Sotolongo.
Bajo la apasionada dirección de Anamaris Santiago Santos, se presentó por primera vez en la Isla -del 26 al 28 del pasado febrero-, en el exiguo espacio de La Beckett en Río Piedras: Ana, el mago y el aprendiz, de Arístides Vargas.
La sencilla apuesta (porque fue una apuesta a la ilusión) fue una grata sorpresa sonora. Algo tiene Argentina que ha sido cuna de grandes poetas y en la pavorosa alegría que se halla en el trabajo de Arístides – que es heredero de ese acervo – se convida continuamente a mirar el mundo desde las desconcertantes lupas de la poesía.
Quedé adherido a la obra desde dos lados desconcertantes y, por los menos, identificables: las frases tintineantes que hacen suspirar cuando cuelgan en el aire por un instante para que uno las saboree efímeramente como lo que son: palabras que se vierten solas en la intimidad del cuerpo, y por el otro lado: la utilería que se desmonta en capítulos. El tercer lado es impreciso, o como dice el mago Sotolongo y su amor por las palabras grandes: “intangible”.
Definitivamente a Víctor Geraldo Colón le quedan bien los papeles salomónicos: ya lo reconocemos por ser el poeta de Moguer que lloró la muerte de un burro, y ahora: un mago estrafalario medio Faulkner y medio poeta del beat, que con igual altisonancia y zapatos casi rotos, consigue imponerse como todo un prestidigitador de las tinieblas.
Karla Santiago Berríos fue la responsable de la escenografía. Eso que al inicio parecía ser el sórdido banquito de bandera de espera en una estación de trenes desvencijada por la pátina del mal tiempo, en las manos de un mago y un diminuto aprendiz de tamaño pigmeo (bravo a Giaselle Limery por todas sus gesticulaciones espléndidas), se trasforma en machinas de feria que sirven de ripios para mover la trama. A mí me pareció (es bastante evidente) ser una reescritura del Lazarillo. Es más: una ampliación de esa relación tirante de la picaresca entre un ciego avaro y un niño moribundo.
El hambre es un argumento que se reitera como un fantasma que no se puede desalojar de la historia y que, incluso, mueve la ambición misma del drama: el aprendiz todo el tiempo se debate entre su hambre metafísica y su inapagable hambre intestinal. Se trata de un estrafalario y raído conjunto de saltimbanquis que vagabundean por el mundo – entre el esoterismo y lo circense – buscando, pongámoslo en nuestro argot: a quién coger de soquete o, si gustan de otra metáfora rupestre: “coger de mangó bajito”.
La incursión de la frágil y pálida Ana (interpretada bellamente por la voz cascada de Victoria Gómez Joy) añade en el neblinoso transcurso una pregunta: ¿Preferimos golpear la realidad, a duras y secas, sin aliciente y sin “eufemismo”, o nos hace falta la dulce porción de una ilusión?
Aquí llegó el delicado mazazo que me propinó esta apuesta. Cuando me lo vine a plantear (cuando los protagonistas hacen que te lo plantees con ellos), yo estaba dentro del público demasiado tarde y sin escapatoria: decidirse por ver una obra de teatro, es precipitar la resolución por el hambre de la ilusión; es cerrarse un instante a la feral realidad del mundo, con todo el panal vivo que puede uno encerrar en la cabeza, para dejarnos invadir por el vaho o el relámpago de una ilusión. El dilema de una señora que se llama Ana, que aparece de la nada, es el de cualquier vieja: que no sabe cuándo parar de hablar y quiere que la escuchen. Ana sabe lo que es la muerte. Recurre al recuerdo para abolir los estragos de la muerte, y cuando comprende con quienes trasiega: le pide al mago y al aprendiz que le hagan levitar por un instante, por encima de su decrepitud. Y de repente no estamos tan distante de Ana y la serena miseria de sus ojos; de repente estamos al otro lado del espejo guardando los recuerdos de otros, como se plantea en el mismo drama. Demasiado tarde escaparse de los enjambres efímeros de la belleza de esta historia.
Nos hace falta más exiguos instantes así: que un par de jóvenes se decidan, de pronto, de repente, sin razones largas, a montar una obra de teatro, una ilusión frutal, que nos inunde el alma con algo proverbial. Ríspida fue la sorpresa de ver de repente la enigmática carta incendiada como un arbusto que no se consumía. Conmovedor fue oír de la voz de Ana la historia de un sauce que llora una naranja a fuerza de complacer la insistencia del ciego. Ana se adentra en el espejo y nos deja anonadados. ¿Quiso Ana que ellos la hicieran feliz, o ellos, a fuerza de sembrar algo en la nada, forzaron el florecimiento de Ana para ocuparse de algo en el medio del absurdo?
Las primeras palabras que revolotean en la obra parecen darnos una clave con la que afincarnos en lo fantasmal: “Es bueno venir a las estaciones abandonadas porque en estos lugares se manifiestan los espíritus”. Y como toda buena poesía obliga a la relectura (quizá infinitas veces hasta que nos llegue la muerte sin haber llegado nunca a sus confines) pido por aquí – por aquellos que se lo perdieron y no saben lo que dejaron perder – que se vuelva a repetir esta bella historia en el mismo abandonado lugar.
Puerto Rico es al día de hoy una estación abandonada. Necesitamos que incurran en nosotros los espíritus que se manifiestan en el teatro, a ver si nos florece la risa un poco.