El rescatista recuerda haber dicho que, a primera vista, parecía un muñeco.
El rescatista, un alemán, lo tomó por uno de los antebrazos y haló su cuerpo ligero hacia él, pensando que estaba vivo. El rescatista, Martin, lo cobijó como acostumbra hacer con sus tres hijos: como si estuviera vivo.
El rescatista, un alemán llamado Martin, dijo que tenía los brazos extendidos y que sus deditos diminutos acariciaban el aire. También dijo que el sol resplandecía en sus ojos brillantes, en sus ojos amistosos, en sus ojos inmóviles.
El sol resplandecía en unos ojos muertos.
Viernes, 27 de mayo. El rescatista habló de un infante que perdió la vida ese día, horas después que el barco de madera donde viajaba naufragara en el mar Mediterráneo tras zarpar de la costa de Sabratha, al noroeste de Libia, la noche anterior. Sobrevivieron 135 de 400 que lo acompañaban. Se recuperaron 45 cuerpos, o lo que es lo mismo, quedan 220 desaparecidos. A lo mejor para siempre.
El naufragio donde el infante perdió la vida fue el episodio protagónico de una de las semanas más mortales de la crisis humanitaria que se desarrolla en aguas mediterráneas desde hace ya cuatro años. La Organización Internacional para las Migraciones reportó que entre el lunes 23 y el domingo 29 de mayo se rescataron sobre 13,000 personas. Que hasta el 30 de mayo, los muertos y desaparecidos totalizaban 2,443, 615 más que para la misma fecha en el 2015. Que cerca de 1,000 de esos muertos fueron, precisamente, en la última semana de mayo.
Libia es uno de los puntos de partida para los más de 204,311 civiles que han logrado huir y llegar a Europa –Grecia, Italia, España y Chipre principalmente– este año.
Decimos huir porque migrar es un verbo reservado para nosotros. Decimos que perdieron la vida porque, como migrar, morir –o fallecer, o perecer– solo nos sucede a nosotros. Morir remite a una noción, por poca que sea, de naturalidad, de tranquilidad, de explicación.
El infante que parecía un muñeco –un bebé– perdió la vida en circunstancias inexplicables, tempestuosas, innaturales.
Por no poder explicárselo a sí mismo, el rescatista –padre de tres y terapista musical– dijo que comenzó a cantar para consolarse él mismo, para darle algún tipo de expresión a un momento incomprensible, desgarrador. “Apenas seis horas atrás este infante estaba vivo”, dijo el rescatista.
El infante, un niño somalí que ni siquiera conoció lo que era un cumpleaños –tenía seis meses– viajaba con su madre, quien también perdió la vida. A diferencia de Alan Kurdi, el niño sirio de tres años hallado ahogado en una costa turca en septiembre, del infante solo sabemos sus iniciales, ML.
Y quizás eso sea lo único que lleguemos a saber, porque eso es lo que sucede: para nosotros, para ese odiable nosotros, las muertes en el mar Mediterráneo solo existen en forma de estadísticas. O en fotos que implosionan el alma. Pero como lo que son, muertes, no existen en realidad.
Un bebé –el infante que parecía un muñeco– perdió la vida en circunstancias inexplicables, tempestuosas, innaturales, pero solo para nosotros.
Para él –para los que pierden la vida mientras huyen– la pobreza, las intervenciones militares de Occidente, los gobiernos fallidos, los grupos terroristas, las masacres por razones étnicas o religiosas o territoriales, las tierras áridas y los ríos secos –en una frase, la imposibilidad de vivir– es lo natural, lo tranquilo, lo explicable. Lo que ellos viven.
Resta odiarnos por ser ese nosotros.
La foto fue publicada el lunes 30 de mayo por la agencia de noticias Reuters, en el artículo ‘Drowned baby picture captures week of tragedy in Mediterranean‘. Diálogo no deriva ganancia comercial alguna de esta foto.