Desde el argentino “Ni una Menos” al colombiano “No es hora de callar”, el activismo contra la violencia machista creció desde 2015 en América Latina, con campañas que tienen voces y peculiaridades socioculturales diferentes al movimiento “MeToo” –surgido más tarde– en 2017, en Estados Unidos.
Multitudinarias marchas en 80 ciudades argentinas, en junio de 2015, con el lema “Ni una Menos”, contra los femicidios, generaron un movimiento que un año después se replicó en Perú. Mientras, en Colombia las mujeres se reavivaron con la llegada de la paz, con la consigna “No es hora de callar”, y en México una Campaña Nacional contra el Feminicidio se movilizó con consignas como “Ni una Más” o “Ni una muerta más”.
La movilización global de las mujeres contra la violencia de género llevó a que la ONU Mujeres decidiera focalizar este año al Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, en el tema “Ahora es el momento: las activistas rurales y urbanas transforman la vida de las mujeres”, como una forma de fortificar movimientos que están modificando la percepción de la ciudadanía sobre el problema.
En el caso latinoamericano, Monserrat Sagot, directora del costarricense Centro de Investigación en Estudios de la Mujer, recordó a IPS que los antecedentes más antiguos del movimiento son los de la Red Feminista Centroamericana contra la Violencia, que en los años 90 fue pionera en exigir leyes y políticas públicas contra la violencia.
En Costa Rica, recordó, se aprobó en 1997 la ley contra la violencia doméstica y luego desde América Central surgió hace más de una década una exitosa campaña para tipificar el feminicidio o femicidio en las legislaciones internas y así penalizar en forma específica el asesinato de las mujeres por su condición de género.
“Los movimientos que existen son una continuidad de estas tres primeras iniciativas y responden a condiciones de violencia extrema contra las mujeres en la región. Centroamérica es una de las regiones más violentas del mundo fuera de las zonas de guerra abierta”, señaló la también especialista en temas de género del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), con su sede central en Buenos Aires.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) sitúa en al menos 12 los feminicidos diarios en la región, donde se ubican 14 de los 25 países del mundo con mayor tasa de homicidios machistas.
Según Sagot, el activismo feminista centroamericano y latinoamericano siempre partió de un análisis político y estructural de la violencia, entendida como un componente de un sistema “profundamente imbricado con las condiciones de opresión económica y política”.
Eso, aseguró, lo diferencia de movimientos nacidos en el norte industrial, como “Me Too” (Yo También), que estalló mundialmente en octubre de 2017 en las redes sociales, al hilo de denuncias de agresión y acoso sexual en Hollywood.
“Como activista en contra de la violencia por décadas, siempre me parece importante que se levanten voces contra este serio y prevalente problema, que voces de mujeres famosas se sumen a la lucha”, planteó Sagot.
“Pero este tipo de movimientos, desde mi punto de vista, homogeniza a las mujeres y nos hacen aparecer a todas como víctimas de las mismas formas de violencia. Se omiten análisis de las diferentes formas de violencia que afectan a las mujeres según su condición de clase, raza, edad y condición migratoria entre otras”, cuestionó.
En Colombia, donde en 2016 se firmó la paz, tras un conflicto armado de 52 años, Adriana Arroyo, directora del Centro Internacional de Educación y Desarrollo Humano, destacó la Ruta Pacífica de las Mujeres (1996) y el “No es hora de callar” (2009), entre los movimientos surgidos como respuesta a la violencia que afectaba en particular a las mujeres.
“Las particularidades de Colombia están en el trasfondo del conflicto armado y las violencias sexuales de todo tipo que han sufrido las mujeres y las niñas y sobre el que apenas comienzan a visibilizarse las afectaciones”, analizó para IPS desde la ciudad colombiana de Medellín.
A su juicio, los casos emblemáticos de feminicidios en la región “generan mucha incidencia mediática pero no necesariamente transformaciones concretas en las prácticas cotidianas y los micro machismos o en reflexiones más amplias sobre las situaciones de vida de mujeres y niñas”.
“Creo que #MeToo es una valiosa oportunidad para denunciar y visibilizar las distintas violencias que viven las mujeres, especialmente en los espacios laborales, pero es importante que no se lleve a extremos viciosos y que se generen otras acciones de orden pedagógico y de movilización social que lleve a entender la violencia patriarcal, sus causas, efectos y las trasformaciones necesarias”, agregó.
Carmen Beramendi, directora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Uruguay y senadora suplente de Casa Grande, resaltó que movimientos como la Red Uruguaya contra la Violencia Doméstica y Sexual, fueron los que hace 20 años llevaron ese tema al debate público del país.
Esa red fue la primera en promover campañas públicas con deportistas, artistas y referentes culturales. “Hoy se han ido articulando con otras luchas que le han dado una impronta distinta, sumando a mujeres más jóvenes que se sienten convocadas a salir a la calle, que se expresan en torno a la consigna Ni una Menos, contra el acoso callejero, contra la trata”, señaló desde Montevideo.
“Es como si se fuera dando paso a una nueva expresión de un sujeto colectivo feminista diversos, como si hubiera una verdadera primavera feminista que desafía las bases de un patriarcado fuerte, violento y poderoso. Las luchas son cada vez más cuestionadoras de las relaciones de poder en todos los ámbitos”, analizó.
Beramendi consideró que “más que establecer diferencias” con movimientos del norte, “hay cuestiones que nos unen a las luchadoras de distintas partes del mundo”.
Pero subrayó que la región cuenta con instrumentos únicos como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer adoptada por la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos, en 1994, en la ciudad brasileña de Belém do Pará.
Para ella, campañas como #MeToo “contribuyen a sacar de la esfera privada formas de opresión que han vivido mujeres que tienen un nivel de visibilidad alto y que tienen acceso a los medios de comunicación masivos. Creo que es parte de la disputa simbólica”.
La activista uruguaya desestimó las críticas a movimientos como #MeToo por escoger como ámbito de acción concursos de belleza o premiación de artistas.
“También es válido que pensemos lo que significa que haya cada vez más lugares donde las mujeres que tienen un micrófono expresen que han sufrido acoso y violencia. No quiero caer en una visión maniquea del mundo. Los cambios siempre tienen algo de ruptura y continuidades, en el afuera y adentro de nosotras mismas. No son una línea ascendente y en los avances hay contradicciones”, sintetizó.
La argentina Karina Bidaseca, coordinadora del Programa Sur Sur de Clacso, destacó a IPS que movimientos como Ni una Menos o Ni Una Más, “han logrado traspasar las fronteras, ser la expresión de una voz colectiva y enfrentar el poder patriarcal que estructura nuestra sociedades”.
Fue justamente una mexicana, la antropóloga Marcela Lagarde quien acuñó el término feminicidio, incorporado por el activismo mundial de género, al que le dio además un significado político al responsabilizar al Estado por su omisión o incumplimiento de sus obligaciones por estos homicidios de género.
Para Bidaseca, los activismos feministas del norte no representan a la región.
Los movimientos argentino o mexicano, o el del “feminismo paritario” en Perú, el “feminismo comunitario” en Bolivia o la Marcha del Buen Vivir de las mujeres mapuches, en Chile y Argentina, “emergen en contextos singulares y expresan esos mismos contextos históricos, políticos y sociales”, aseguró.