
De niña muchas veces viajé con mis padres de Mayagüez a San Juan por la Carretera #2, bordeada de hermosos cañaverales. El verde del sembradío siempre me sobrecogió y, quizás por ello, uno de mis temas favoritos del arte ha sido el paisaje pintado. La Carretera #2 cruza el pueblo, ahora atraviesa la Cordillera Central. Antes recorría el llano costero del oeste, bordeando Añasco en la 102, uniéndose con la 341 de Rincón y la 115 de Aguadilla. Estas carreteras, estrechas, sinuosas y arboladas, que me parecían interminables, formaban la antigua carretera que conectaba el litoral oeste con el norte de la isla. Las copas de sus árboles frondosos se inclinaban hacia el centro creando una especie de túnel que apenas nos permitía atisbar el cielo. Asociaba la techumbre de hojas con las bóvedas de las catedrales medievales que aprendí a identificar con mis primeros libros de historia del arte. La salida de Mayagüez me parecía espectacular seguida por el espacio del camino de la carretera estrecha y boscosa que luego de horas de viaje culminaría en la capital. Cuando vi una de las pinturas de paisajes de Rogelio Báez en la Muestra Nacional recientemente expuesta en el Arsenal de la Puntilla, rememoré sobre el paisaje que conocí de niña a las afueras de mi pueblo y pensé en lo que expresó Simón Schama, “el paisaje antes de ser naturaleza es cultura”. Según este historiador proyectamos en el paisaje ideas, mitos y visiones que se hacen parte del lugar y que pueden llegar a ser metáforas más reales que sus referentes. ¿Qué hay en los paisajes de Rogelio Báez que me hacen recordar los que yo vi en mi infancia? Sus pinturas o los anti- paisajes, según él los llama, en nada se parecen a los que están en mi recuerdo: son opuestos. Last Stop de la serie Fragmentos de Isla 2009 Acrílico, pintura industrial y grafito sobre madera, 43 ¼” x 59 ¾” La obra de Báez sobresale precisamente porque la imagen del paisaje local está ausente. En ella no hay una iconografía asociada con el trópico como en los paisajes kitsch de las tarjetas para turistas, tampoco se muestra una imagen pintoresca como en Frade y otros pintores de principios de siglo XX. Los paisajes de Rogelio Báez reemplazan la naturaleza con un fondo gris, pintado expresivamente con trazos seguros. Él en estos paisajes entroniza estaciones de gasolina de colores llamativos desde puntos de mira bajos y distantes. La gasolinera se muestra como único referente en esos espacios vacíos, faltos del entorno natural. Los bordes de los techos en voladizo de las gasolineras sobresalen entre las formas arquitectónicas por los colores chillones que despliegan. La atrayente gama cromática se complementa con una factura expresiva y espontánea y con las composiciones excéntricas. No obstante, podría plantearse que el tema de la modernización en el paisaje artístico no es nuevo. En el siglo XIX los impresionistas y los pos-impresionistas destacaron algunos efectos de la modernización en sus paisajes. Charles Sheeler, el pintor estadounidense precisionista, pintó a principios de siglo XX lugares en los que se muestran fábricas; Edward Hopper pintó la gasolinera de un pequeño pueblo del centro de los Estados Unidos impartiéndole la nostalgia de un tiempo pasado, y Richard Estes representó las claves del paisaje urbano de los setenta plenamente comercializado. Báez ha radicalizado la relación naturaleza–cultura asumiendo el sacrilegio de obviar la primera parte del binomio. Suprime el encanto del entorno natural y lo reemplaza por uno de los emblemas del progreso: las gasolineras. Estos establecimientos, asociados con el automóvil y las autopistas, son signos hegemónicos y referentes sobresalientes en el paisaje isleño actual. Es en este aspecto donde reside la dureza e incomodidad visual de los anti- paisajes de Báez. A pesar del embellecimiento de los elementos iconográficos de sus pinturas, no hay manera de que el observador pueda satisfacer su nostalgia por el pasado épico construido en los paisajes de la campiña o del centro montañoso de la isla. Los anti- paisajes no mistifican la realidad sino que nos hacen pensar en la historia reciente de Puerto Rico desde su tránsito de una cultura agraria a una industrializada y posteriormente a la del consumo masivo. El paisaje pintado en la historia del arte local siempre superó en número a la pintura de tema histórico. Si partimos de la idea de que una imagen puede asumirse como un documento histórico, los paisajes de Báez se considerarían pintura representativa de la historia contemporánea. Acostumbrados a buscar en los paisajes pintados lo que no está en los alrededores de muchas autopistas, en las extensiones de tierra sin árboles, pero llenas de casas, o en los entornos revestidos de cemento, los que pinta Rogelio Báez son lo más cercano a la realidad que hoy vemos. Si como dice Schama el paisaje antes de ser naturaleza es cultura, se podría pensar que tradicionalmente el puertorriqueño ha querido ver entre los bordes del plano pictórico un fragmento de la naturaleza como espacio del hogar feliz. De ahí, que tantos paisajes muestren la casa de campo rodeada de flamboyanes, algunos animales y la tierra fértil. El mito del hogar de la cultura campesina no ha desaparecido del paisaje pintado ni del imaginario boricua; sin embargo, en el real ese espacio estático, apacible y armonioso ha sido reemplazado por el de la movilidad de la cultura de las autopistas y las troopers que pocos artistas como Báez pintan. Este nuevo paisaje, familiar al conductor, interpela al observador en el plano pictórico forzándole a confrontar su imaginario con la realidad. La autora es profesora de Historia y Teoria de Arte Contemporáneo y Catedrática del Depertamento de Bellas Artes en la universidad de Puerto Rico.